martes, 27 de septiembre de 2016

LA CIGARRA QUE NO QUISO A LAS HORMIGAS

Mi nombre es Luis, o tal vez otro un poco más largo;  pero eso da igual. Seguro que quien lea esto conocerá a algún Luis, Pedro o Antonio que ha vivido alguna historia similar a la mía.
Si no he dado mi nombre real tampoco aportaré mi edad, ni otros datos innecesarios que puedan ayudar a saber más de lo necesario sobre mí. Todos ellos constituyen lo accesorio y no contribuyen a una mejor comprensión de lo que a continuación voy a narrar.
Todo comenzó un día laborable, que no se diferenciaba en nada del resto de días laborables, de hace unos años; no recuerdo con exactitud cuantos. Lo que si acierto a rememorar es que la chispa, que desencadenó lo que había de venir, se encendió justo después de la hora del café (momento de la jornada laboral que no se encontraba acotado con exactitud; su inicio y su final dependía de las necesidades de la empresa). Tras el descanso acudí al baño a aliviar mi vejiga y, como obliga la norma, a continuación me acerqué al lavabo para lavar mis manos. En ese momento miré al espejo y me encontré con un tipo embutido en un traje, entrado en carnes, envejecido, al que no logré reconocer en un primer momento. Tras ese instante de confusión no tuve duda alguna: ese desconocido sólo podía tratarse de mí.
Imagino que a todos les habrá pasado: un día, sin motivo alguno, se miran al espejo y aparece una persona distinta a la que acostumbran a ver a diario. Un extraño que, en realidad, es uno mismo. Años y años ignorándose, para encontrarse de golpe con ése uno mismo, que se ha ido forjando día a día, al que no hemos prestado atención, porque mirarse al espejo se ha convertido en otra rutina como madrugar, compartir la casa con tu pareja, trabajar, realizar todos los fines de semanas actividades parecidas o ir de vacaciones a lugares lejanos para hacer, más o menos, lo mismo todos los años.
También recuerdo haber sentido rechazo cuando comprendí que ese tipo envejecido, con kilos de más y vestido con un traje que le sentaba fatal, era yo. Una caricatura de la persona que hace años comenzó a trabajar en esa empresa, con ganas de comerse el mundo.
En este tiempo no me he comido el mundo. Más bien al contrario: puede que el mundo, su rutina, me haya engullido a mí.
Nunca llegué a ascender más allá de lo que todo trabajador con estudios que permanece en la empresa durante años logra hacerlo.
Creatividad sonaba a palabra vacía de contenido y lejana en el tiempo y en el espacio. Todo se había convertido en certezas y rutinas. Todo lo que podía generar riesgo o incertidumbre lo había borrado de mi vida laboral.
De mi vida laboral, de mi vida sentimental, de mi vida social... De mi vida. Incluso votaba siempre al mismo partido político en las elecciones porque un día fui rojo, pero no porque tuviera la necesidad imperiosa de que todo el sistema cambiase.
Lo que vino después no surgió de repente. Salí del baño tan contrariado que mis compañeros se preocuparon al verme. La expresión de mi cara debía distar bastante de la que acostumbraban a ver. Les tranquilicé diciendo que tenía un pequeño malestar estomacal, lo que sirvió para que todas sus inquietudes sobre mí acabaran.
En ese momento no tenía ni idea de lo que poco tiempo después llevaría a cabo.
Cuando horas después llegué a casa mi mujer no pareció ver síntomas de ningún tipo en mí. Reconozco que el malestar causado por mi propia imagen se había mitigado. Sin embargo, cuando esa noche mi pareja me propuso practicar sexo (una de las raras veces que ocurría entre semana), no me sentí predisposición hacia ello. A mi cónyuge le extrañó mi negativa, pero, de nuevo, alegué la falsa dolencia para salir al paso de la situación.
Tampoco fue durante esa noche en vela donde pergeñé la idea. Ni tan siquiera surgió el embrión de la misma. Durante esas horas nocturnas sólo sentí confusión, miedo a haber desperdiciado mi vida y un cierto rechazo hacia mi actual aspecto físico. Me encontraba en estado de show.
Los siguientes días no pueden calificarse como mejores. El choque inicial había dejado paso a la decepción. Decepción por sentir que mi vida se me había escapado de las manos, sin darme cuenta. Decepción por no haber realizado nada reseñable. Decepción por llevar una vida sin atisbo de pasión o improvisación. Decepción por mi degradación física. ¡En fin! Decepción, por seguir vivo, tener la impresión de no haber hecho nada que me trascendiese en el tiempo y poseer la certidumbre de que, en lo que me queda de vida, tampoco conseguiré realizar nada que me haga pasar a la posteridad, ni tan siquiera a la pequeña posteridad de los que me rodean. Decepción por saber que soy un tipo gris. No puede haber mejor resumen de lo que sentí aquellos días.
Esa sensación de derrota me acompañó durante semanas, justo hasta el momento en que aquella idea se presentó, así, de improviso, pero de manera necesaria.
El día de finales de octubre había amanecido luminoso. Incluso en el trabajo se hacía notar esa luz; a pesar de la luz artificial que durante toda la jornada laboral funcionaba en la oficina, mitigando la acción del Sol. Acababa de hablar con un cliente, al que había convencido para invertir parte de sus ahorros en una empresa que apostaba por la Ecología, y surgió la chispa: debía dedicar mis esfuerzos a mejorar, en la medida de lo posible, la vida de las personas. Y tenía un arma formidable: mi trabajo consistía en gestionar cuentas de clientes que podía, y debía, invertir para conseguir aumentar el capital inicial. Sólo debía pensar dónde hacerlo.
Me sentí eufórico. Había conseguido dar sentido a mi vida. Iba a hacer algo que se saliese de la rutina ,consiguiendo, además, que mi autoestima ascendiera a lugares donde no recordaba que hubiese llegado nunca.
Sin embargo, el proceso se demoró más de lo esperado. La toma de decisiones sobre cómo y dónde invertir resultaba más complicada de lo que en un principio creí. Las opciones que parecían las mejores, un par de días después no pasaban de poder considerarse como poco apropiadas, cuando no pésimas. Buscaba algo que hacía tiempo había olvidado: la excelencia profesional.
A pesar de las dificultades, del nulo avance, mi cabeza bullía con la efervescencia del adolescente lleno de proyectos. No había momento de descanso. Buscaba la solución a mi necesidad. En el trabajo seguía mostrando el mismo patrón de actuación de los últimos años, pero sólo era un preludio de lo que debía llegar. De aquello que acabaría con la lóbrega imagen de ese tipo, que se redescubrió ante un espejo hace no mucho tiempo, y que le llevó a reconsiderar hasta el último átomo de su existencia.
Como ocurre de manera habitual la solución se presentó de improviso. Sin anunciarse, ni hacer saber de su existencia hasta el momento oportuno. En un principio me pareció descabellado, pero algo en mi interior me gritaba sotto voce  que había encontrado el quid de la cuestión. Sopesé los pros y los contras. Valoré el alcance de su acción. No tuve duda, mañana mismo me pondría manos a la obra. No sólo iba a cambiar mi vida, o la de mis inversores, mucha gente, no puedo precisar cuanta, también iba a sufrir un cambio a mejor en su existencia.
Al día siguiente, a primera hora, comencé mi febril actividad. Durante tres días he estado encadenado al teléfono para localizar a los inversores y explicarles mi plan: "Buenos días, Don/Doña... soy Luis... y le/la quiero proponer una inversión distinta, de la que se puede beneficiar mucha gente. Se trata de un producto que genera una gran desgravación fiscal y del que se podrá beneficiar tanto usted como sus hijos y nietos. Un producto que siempre ha estado ahí, pero que ahora enfocamos de otra manera. No le/la pido que invierta todo su capital, sabe que no funcionamos así, nosotros diversificamos sus inversiones para evitar riesgos, pero sí creo aconsejable que invierta en lo que le/la propongo entre un 25 por cien o un tercio del total de la cuenta que le gestionamos. Aunque, en confianza, si yo tuviese oportunidad invertiría más...". En estos tres días he comprobado lo bueno que soy en mi trabajo, he conseguido que casi la totalidad de los clientes confíen en mi propuesta. Me siento exultante, me he vuelto a demostrar mi capacidad profesional (hacia tiempo, mucho, que no la había puesto a prueba), que ha servido para poner en práctica mi idea.
Ahora, a las nueve y media de la noche, me encuentro sólo en esta planta de este moderno rascacielos, que ocupa mi empresa de inversiones. El resto de compañeros, jefes y subordinados, hace tiempo que han desaparecido de manera gradual. Si ellos pudiesen verme lo primero que se encontrarían sería una amplia sonrisa. Lo he conseguido. No existe nada que se asemeje a esta sensación que ahora siento.
He conseguido cambiar la vida de muchas personas, que se beneficiarán de esta inversión para mejorar su existencia. Personas a las que, por otra parte, jamás conoceré. He conseguido que profesionales que viven para ayudar a los demás tengan mayor capacidad de hacerlo. He conseguido que mis clientes desgraven por su inversión. Y he conseguido cambiar mi vida: en unos meses o un año ingresaré en prisión, cuando salga a la luz que he donado a diversas organizaciones no gubernamentales todo el dinero que a mis clientes le sobraba y que dedicaban a especular, para enriquecerse aún más.

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