miércoles, 18 de septiembre de 2019

INSTANTES FUGACES

Se había fijado en él desde el principio, pero nunca lo pensó desde esa necesidad de escuchar sus palabras y de chocarse con su mirada para sentir eso que había olvidado hacía mucho tiempo.
Las cuestión era compleja: él estaba casado e ignoraba si su relación se correspondía con eso que respondía al ampuloso nombre de felicidad, con aquello otro que se denominaba rutina o, lo más probable, su vida consistía en una mezcla de ambas cosas con más de lo segundo que de lo primero y no sentía necesidad alguna de cambiarla. Por supuesto había hijos en aquella relación, que enfangaban aún más aquel sentimiento que, intuía, era recíproco.
Intuía, sabía, que él también necesitaba de ella, porque en cualquier ocasión se juntaban para hablar, para estar juntos, hablando de cualquier cosa, con o sin importancia; porque él la sonreía con la amplitud de quien tiene todo que decir, cuando se cruzaba con ella y no podía, o no era capaz, de hablarla.
En los cruces de miradas sostenidas, que borraban durante eones a todo rastro de persona en kilómetros a la redonda, atestiguaban la certeza de su amor o de su deseo o de algo que no tenía necesidad de poseer un nombre. O de todo junto a la vez.
Ella había soñado alguna vez con él e intuía que lo mismo había sucedido por parte de él. Pero deseaba algo más que una experiencia onírica junto a él. Anhelaba la siguiente vez que pudiese sentirle a menos de un paso de distancia y sentirse como parte de él.



Él siempre había estructurado su mundo a unas ideas fuerza, que habían servido para cimentar su existencia. Su pareja, sus hijos, su familia, su trabajo... Pero aquella mujer había descolocado toda su escala de prioridades, donde solo permanecían sus hijos.
En un principio no le resultó agradable su presencia, pero esa impresión tuvo una duración fugaz y, de manera progresiva, pero ininterrumpida, acabó atrapado, en silencio, por ella. Pero solo le quedaba eso, el silencio, pues parecía que no existía correspondencia por la otra persona, enfrascado, a él se lo parecía, en su vida, su tragedia y su distancia autoimpuesta.
 Sin embargo, por motivos que desconocía, ella parecía haber bajado la guardia y haberse acercado a él. Y él también había bajado la guardia, decir que la había derribado a empellones podría ser mucho más exacto, y disfrutaba de ello. Sentía que esos momentos en que, de manera casi accidental, sus cuerpos se rozaban justificaban la existencia de ese día y su propia existencia.
Le encantaba pasear y hablar con ella sobre temas trascendentalmente intrascendentes, que servían como cortina para ocultar la necesidad de sentirse su cuerpo curvo y deseable junto a él. Le encantaba hablar con ella y poder mirar el fondo de esos ojos verdes, que ocultaban el paraíso que andaba persiguiendo desde tiempos inmemoriales.
Se preguntaba cuándo volvería a estar junto a ella para poder amarla/desearla en el silencio que solo ella sabía descifrar.



Llevaba tiempo fijándose en ellos. No tenían la necesidad de ocultar a los demás la necesidad de pasar el mayor tiempo posible juntos. Tal vez ni tan siquiera eran conscientes de que sentían ese impulso. Hablaban, reían, se rozaban con disimulo, como dos preadolescentes que surcan un camino nuevo y, hasta ese momento, prohibido.
Conocía a ambos y, en un primer momento, pensó que, tal vez, ella se aventurase a dar el primer paso, porque él nunca lo haría, a pesar de lo que sus sonrisas, su mirada y sus juegos denotasen. Pero el tiempo transcurrió y mudó de parecer. Tras observarlos llego a la conclusión de que ambos habían aprendido que jamás se dirían lo que sentían. Tal vez por inseguridad, por cobardía o porque ambos esperaban que un ser invisible, y seguramente inexistente, les hiciera un hogar bajo las sábanas de una cama donde amarse, mirarse y hablarse sin palabras. Resultaba más sencillo para ambos disfrutar de instantes fugaces, siguiendo cada uno su camino.


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