sábado, 21 de septiembre de 2019

TSUNAMI

A raíz de un ruptura todo cambió. Sabía que ella, a pesar de su belleza salvaje, poco o nada podía aportar a aquella necesidad de sentir (sentirse querido, sentir que podía entregarse a alguien). 
Tras tres días de dolor, ni uno más ni uno menos, una forma de ser germinó en él. Una forma de ser que conllevaba una forma de estar.
Un observador externo podría llegar a la conclusión de que todo se debía a poderse haber permitido el lujo de acabar con una mujer que llamaba la atención por su belleza. Nada más lejos de la realidad. Ya había estado con alguna otra de similares características y había comprendido que, por lo que fuese, para él no resultaba complicado acceder a mujeres bellas, al menos a algunas. No, esa mutación interna nada tenía que ver con una mejora en su autoestima por su capacidad seductora.
Siempre se había visto a sí mismo como un tipo tímido, a pesar de que las personas de su entorno se empeñaban en desmentir esa percepción que sobre sí mismo tenía, pero desde aquel día de diciembre en que todo empezó a ser distinto, supo como abordar, casi en cada circunstancia, ese apocamiento. Puso en práctica una serie de habilidades sociales, que desconocía poseer, que le permitían afrontar todo tipo de situaciones con una extraña calma. Había desaparecido esa angustia ante el fracaso, que durante un tiempo le había atenazado. 
Pensado sobre ello llegó a la conclusión de que se encontraba en un estado en el que había comprendido que las cosas suceden, una tras otra, y que si algún hecho vital no acontecía de la mejor manera posible existían otras experiencias, otras vivencias y que alguna de ellas sería buena. No merecía pensar en aquello que no se ajustaba a nuestras expectativas. Solo había que dejarse mecer de un lugar a otro y vivir aquello que merecía la pena. 
También había notado una especial predisposición a no compararse con nadie. Esa costumbre íntima que, en ocasiones, le había llevado a sentirse inferior. Comprendió que no existían escalones que situasen a nadie encima o debajo. Lo único que resultaba incuestionable era que todo lo que percibimos y sentimos está en nuestra mente por lo que pergeñar peldaños donde situarse podía definirse como una soberana pérdida de tiempo.
Todo aquello parecía tan evidente a partir de ese momento que no podía evitar preguntarse cómo no se había dado cuenta de ello antes. Tampoco perdió mucho tiempo cuestionándoselo, había que sentir  y vivir todo aquello. 
Las novedades se sucedieron una tras o otra. En algún instante consideró que todo aquello se encontraba almacenado en algún lugar del tiempo y del espacio esperando aquel momento de ruptura consigo mismo para que pudiese disfrutarlo. Aceptó todo algo natural. No se sintió una persona afortunada, solo se limitó a disfrutar todo aquello que vivía. Y lo vivía desde aquel estado nuevo, que había adoptado como la forma correcta de deambular por su existencia.
Todo ello le había empujado a creer que aquellas frases trascendentes que tanto gustaban a mucha gente, y que en los últimos tiempos aparecían en los azucarillos, no eran más que una distracción para no sentir. Ninguna palabra, ni ningún conjunto de ellas, encierra ninguna verdad. Sólo vivir de una u otra forma encierra verdades que no necesitan ser explicitadas, porque existen más allá del lenguaje. Tal vez Wittgenstein tenía razón.
De igual manera tenía la certeza de que todas aquellas personas que se acogen a creencias de manual tiene esa misma carencia. La carencia de no poseer la valentía para abordar las experiencias, que, como las cuentas de un collar, se suceden una tras otra, teniendo la capacidad para arrinconar en el olvido aquellas que no merecen la pena ser vividas ni recordadas, para, acto seguido, sumergirse en la siguiente, con la inconsciencia de un niño que camina con el interés y la curiosidad que genera lo no conocido.
En ese momento, mientras pensaba todo aquello y esperaba que su nueva pareja llegase a casa, se sintió afortunado por la aparición de aquel tsunami que, sin estridencia, había hecho desaparecer todo aquello que le estorbaba. Nunca supo cómo ocurrió, aunque intuía el por qué, pero ahora se sentía feliz, por primera vez en mucho tiempo. Esa palabra sí que tenía sentido en todo lo que le estaba ocurriendo. Era la única palabra, la única verdad. 


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