domingo, 12 de agosto de 2012

RELATOS BREVES ESTIVALES

Había sido educada desde pequeña para esperar ese momento. En un principio no identificó los sentimientos que poblaban su interior. Creyó que todo era debido a la confusión y el ajetreo derivado del suceso. Pero no, sentía una tristeza, que a ella le parecía infinita y eterna. Treinta y dos años, desde que tenía conciencia, de obediencia y seguimiento de los preceptos escritos en aquel libro ideado por el fundador de aquella poderosa rama de la Iglesia la debían haber preparado para ese momento, pero siete días después del fallecimiento en accidente de tráfico de su marido y de su hijo mayor no encontraba consuelo en la idea de que ambos habían conseguido lo más importante: encontrarse con su Señor.

Allí, frente a su madre, escuchaba impertérrito lo escasamente acertado de sus gustos musicales. Esos melenudos que gritaban y ejecutaban ese ruido infernal no podía ser una buena influencia para él, al menos eso decía su progenitora empleando unos argumentos utilizados por ella hasta la saciedad. Ajeno a la filípica que partía de la mujer que tenía enfrente él considero que, de nuevo, no era ocasión para exponer su verdad más acuciante a su madre: desde hace unos meses poseía la certeza absoluta de ser homosexual. Debería esperar otra ocasión más apropiada para hablarle de su novio.

Tras años de luchar por alcanzar una posición económica desahogada había alcanzado su meta. Nóminas suculentas a fin de mes, comidas de empresa en restaurantes de lujo, viajes en clase bussines pagados por la empresa y fabulosos hoteles constituían su forma de vida. El uso esporádico, cada vez menos, de cocaína también formaba parte de su triunfo personal. Su mujer había aceptado de buen grado esta situación, el dinero permitía que accediera a esos vestidos y bolsos que siempre había deseado que ocuparan parte de su armario. En ese momento, bajo el tórrido calor estival, tras desparecer el efecto de la tercera raya esnifada ese día, se encontró con dos extraños frente a él. De repente una idea fugaz asoló su persona: se acababa de dar cuenta de que era incapaz de contar un hecho significativo relacionado con esos dos extraños: sus hijos.

Allí, postrado en aquella cama de hospital, llevaba más de una semana. En ese tiempo su estado había mejorado de manera significativa. La operación había sido calificada por el cirujano como un rotundo éxito y podía dar fe de que la mejoría que había sufrido desde que le habían extraído la bala que aquel ladrón le había disparado. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, aún le atormentaba la imagen de aquel tipo que le miraba fijamente mientras empuñaba una pistola, que no dudo en disparar contra él. La visión de aquel joven, de la edad de su hijo pequeño, le perseguía de manera inmisericorde. El autor del disparo había sido el mejor amigo de su hijo pequeño hasta hace unos cinco años, fecha en que cada uno tomó un camino dispar. 

Tabaco, marihuana, un papelillo y una boquilla de cartón, todo mezclado y liado de forma conveniente antes de ser compartido por los dos. Después un largo periodo de risas sin cuento, no importaba que el reloj marcase más allá de las dos de la madrugada, el tiempo había que paladearlo. Cuando al fin decidieron encaminar sus pasos hacia la cama observaron, camino de la misma, como su hijo dormía despreocupado. Ya sobre las sábanas nuevos momentos para reír de manera casi compulsiva. La marihuana les provocaba ese estado que no querían desaprovechar. Al día siguiente, cuando su hijo despertó, ellos llevaban un par de horas despiertos. Habían limpiado la casa y planificado las actividades del día. Cuando su hijo se despertó  volvieron a sonreír de manera cómplice y despreocupada, especialmente tras escuchar de labios del pequeño que quería mucho a ambos.

El psiquiatra escribía mientras él desgranaba sus ideas. Una de ellas constituía una verdadera obsesión: se sentía vigilado. Alegaba que existían cámaras de vídeo por doquier; que cualquier operación electrónica permitía su identificación y un análisis de su vida; que el Estado controlaba todos sus movimientos por avión o cuando se alojaba en un hotel. Esta forma de control le impulsaba a limitar su actividad diaria, evitando en la medida de lo posible todo este tipo de actividades, que podían permitir que ciertos poderes supieran de él más que el mismo. Tras cuarenta minutos de charla, aderezada con preguntas intercaladas del terapeuta, éste se dirigió a su paciente con voz calma diciéndole: "Sus argumentos tienen cierta base, pero echo en falta uno fundamental: nadie tiene interés en controlar una vida tan vacía como la suya, basada en no vivir para que no sepan de usted".

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