jueves, 1 de agosto de 2013

EL BIEN SUPERIOR, LA MENTE Y LA MANO

Hace tiempo aprendí que todos nosotros, sin excepción, constituimos un cúmulo de contradicciones y que la integración de estas contradicciones en nuestra persona se puede considerar uno de los grandes retos que tenemos. Las diferentes formas de abordar las situaciones dependen de aspectos como el rol que desempeñemos en ese momento, nuestro contexto, las expectativas propias y ajenas, así como de otro tipo de características, tanto internas como sociales.
Tampoco se le escapa al amable lector que la existencia de una causa externa o interna condicionan de manera determinante la aceptación o no de las citadas contradicciones. Un ejemplo de ello lo constituye el asesinato. Cuando se comete un asesinato, o más de uno, en una sociedad sin tensiones sociales y que no se encuentra inmersa en guerras con otras sociedades (o si participa en un conflicto bélico cuando éste no tiene lugar sobre su territorio), parece obvio que el sistema judicial condenará sin paliativos dicha acción, aplicando el peso de la ley sobre el asesino. Cuestión bien distinta ocurre cuando los soldados inmersos en la vorágine de la guerra se dedican a asesinar a civiles, soldados capturados... Un ejemplo de ello lo encontramos en la 2ª Guerra Mundial, donde los soldados alemanes no sentían rubor alguno cuando se jactaban de asesinar a indefensos civiles. En este mismo conflicto, soldados estadounidenses no escondían que habían asesinado a soldados nipones desarmados, o en franca inferioridad, en determinadas batallas.
En ambos casos los asesinos justificaban su acción basándose en el cumplimiento de órdenes o en la mera supervivencia, buscando en ambos casos una justificación externa a sus atroces conductas, que resulta obvio serían condenadas en situaciones de "paz".


Este tipo de justificación externa, de causa ajena que justifica cualquier conducta, por muy reprobable que ésta sea, sigue moviendo el mundo en nuestros días, constituyendo una magnífica cobertura para determinados grupos, con autonomía propia dentro de las sociedades, cuyo único objetivo es copar el poder, bien de manera sibilina o bien dando la cara. Dentro de estos grupos de poder encontramos las religiones, no sólo la Católica, que sin embargo, por motivos obvios, nos resulta la más familiar.
A uno, que ya utiliza la expresión estoy viejo con más frecuencia de lo deseable, le resulta atroz escuchar que los mismos tipos que condenan la homosexualidad, el laicismo o el aborto (en teoría porque aman la vida y la verdad) no se alcen en armas ante un sistema en plena decadencia, que se sustenta en el sufrimiento, cada día mayor, del ciudadano de a pie. Como he dicho con anterioridad, Dios, Alá, Buda o la abeja Maya sirven de parapeto moral a un grupo de personas, mayor del que pudiera parecer y existente en todas las sociedades. En nombre de un dios, o de una patria, lo mismo da, se puede perpetrar las mayores barrabasadas, sin que los autores y sus instigadores sientan remordimiento alguno por llevar a cabo estas prácticas inhumanas.


Este aspecto es el que más me llama la atención: como se pueden cometer atrocidades en nombre de un dios, una patria, un bien común, o lo que fuere, sin que los sujetos que las llevan a cabo sientan como su moral se cuestiona la bondad o idoneidad de sus actos. Esa asunción de que su labor, macabra en muchas ocasiones, responde a los requerimientos de un bien superior me fascina y, por qué no decirlo, me aterroriza.
Cuando los cristianos se asocian con el poder, y lo asumen, en el decadente Imperio Romano no dudan en prohibir las representaciones teatrales, los actos en el circo, así como los Juegos Olímpicos, que se celebraron hasta el siglo V d. C. Lo curioso es que todas estas acciones las realizan siempre en nombre de un Dios que "no desea éso", pero se "olvidan" de erradicar la esclavitud (parece que su Dios no tenía nada que decir al respecto, al menos en ese momento). Los tipos que hablan, o interpretan, a su Dios no sienten remordimiento ante la esclavitud, pero sí ante el circo o los Juegos Olímpicos, actos tan asumidos y normales en su época como la esclavitud.
Este extremismo lo observamos siglos después en nuestra vieja piel de toro, cuando almorávides y almohades, especialmente estos últimos, se hacen con el poder en nuestro país e intentan imponer una lectura del Corán estricta en grado sumo. La muerte por no seguir lo escrito en el Corán no resulta infrecuente y, sin embargo, el profeta habló de piedad, perdón... Pero ellos sólo contemplan la parte punitiva del mensaje, sin sentir remordimiento alguno.


Esta facilidad para parapetarse tras un texto, una bandera o un líder, aliviando cualquier cuita moral con la excusa de ser un seguidor de un libro sagrado, una bandera o un líder, constituye, desde mi punto de vista, una cuestión cardinal para comprender el comportamiento de parte significativa de la humanidad. Cuando estos preceptos son seguidos por determinadas personas, o en la sociedad del momento se crean las condiciones oportunas, se producen actos de barbarie sin cuento, que en la mente de las personas que las perpetran no tienen nada de reprobable. Al contrario, sus actuaciones responden a un mandato superior, sobre el que, en teoría, no se puede influir. Los hechos responden a un plan para implantar el bien común, el suyo.
Pero, si la muerte, la condena, el insulto, la marginación son hechos execrables, uno considera que lo más odioso de todo este tipo de movimientos lo encontramos en los "inspiradores" de estas acciones. Esos que no se manchan las manos. Esos que no condenan o justifican los actos. Esos cuya única pretensión es copar todo o parte del poder, mediante prácticas bien distintas de las que predican y que una vez llegan a él, no dudan en saltarse a la torera toda esa moral creada por ellos con la única finalidad de aprovecharse de todas las prebendas que proporciona estar situado en lo más alto de la pirámide.
Ellos, los que desde sus despachos pergeñan argumentos para que otros discriminen, señalen con el dedo, condenen e incluso actúen violentamente contra otras personas son aún más criminales que los fanáticos que no dudan en arriesgar sus vidas para seguir los dictados superiores, que esas malas bestias que habitan en despachos han creado a su gusto, para satisfacer sus necesidades y ansias de poder.
Un saludo.

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