martes, 15 de noviembre de 2016

SIMBIOSIS

Reconozco que ella me parecía una persona desagradable. Su carácter hosco, sus contestaciones, por lo general tajantes. El escaso tacto hacia su interlocutor y, por qué no decirlo, un rostro poco agraciado (que no hubiese desentonado en la cara de una bruja de esas que se recrean en el  típico cuento infantil), contribuían a generar en mí esa impresión. Debo decir en descargo mío, si es que fuese necesario, que esta percepción negativa sobre su carácter, resultaba compartida por todas las personas que formábamos ese pequeño entorno en el que nos movíamos. Sobre su físico desconozco la opinión de esa misma gente con la convergía en el asunto anterior. Aunque intuyo que al menos a una persona no le debía resultar tan poco atractivo como a mí, pues han acabado estableciendo una relación que va más allá de la que tenían en un principio. Para ser más preciso, debería anteponer el adverbio bastante a la palabra más.
Pero no nos precipitemos anticipando cuestiones, que el lector sólo deberá conocer al final del relato. 
Todo comenzó en el trabajo, como otras muchas cuestiones de este tipo. Un hombre. Una mujer. Ambos sin compromisos conocidos.Todo ello aderezado con un ingrediente básico en estos casos: el paso del tiempo... Incluso, por qué no escribirlo, la necesidad. Nada nuevo bajo el sol; aunque, como toda historia, con sus matices, que dan a cada relación unos atributos únicos y que, sin duda alguna, conforman su esencia. 
Ella, Elisa, sí se debió fijar en él de inmediato. Él, Julián, no sintió ningún tipo de afecto especial por ella en mucho tiempo. Si decimos que él se sentía inclinado a compartir su tiempo con personas de su mismo sexo tampoco contaríamos una mentira.
Elisa, una mujer sin apenas estudios, que desde bien joven hubo de ganarse la vida con el sudor de su frente. Cuando naces la primera en una familia numerosa con pocos posibles pareces encontrarte abocada a sobrevivir desde bien joven y a encontrar un trabajo estable y bien remunerado, al menos en función de la formación adquirida, supone una suerte en la vida.
Julián, hijo único de una familia acomodada, no tuvo problema alguno para continuar en el sistema educativo hasta que alcanzó una titulación universitaria. A nadie se le escapa que nacer en este tipo de entornos acomodados, en el que el sistema le brinda lo necesario para cumplir con todos los requerimientos sociales,  resulta una gran ventaja. A pesar de ciertas servidumbres, como la rígida moral tradicional, que mamó desde el primer momento nuestro protagonista. Cuestión que, a fuer de ser sincero, supo ocultar muy bien o, de manera directa, desterró de su existencia.
Nada parecía predestinar a ambas personas a enlazar sus existencias, pero el amor, el dinero y algo que aún hoy desconozco, contribuyeron a ello.
A nadie se le escapa en el trabajo que el carácter hosco de Elisa cambiaba cada vez que Julián se dirigía a ella. La transformación, a veces llegué a observar una sonrisa franca en su rostro, se debía, con total seguridad, a la fuerza con que bombeaba el corazón de ella. Si a ello añadimos los modos suaves de él cada vez que se dirigía a cualquier persona, no resulta difícil imaginarse la situación.
Un día, no recuerdo cuando con exactitud, un compañero, que, cosa curiosa, no destacaba por dedicarse a husmear en las vidas ajenas, me contó que ambos vivían juntos. En un primer momento me pareció una broma poco elaborada; pero, ante la insistencia de él, y tras observar que ambos abandonaban juntos la empresa, me plantee en serio dicha posibilidad.
No hizo falta que le diese muchas vueltas al asunto, otra compañera, una de las personas a las que puedo considerar amigos entre mis compañeros de trabajo, momentos después de presenciar esta escena, me confirmo lo que parecía ser un secreto a voces, que sólo yo desconocía.
Como dije, Elisa y Julián se convirtieron en pareja de improviso o, al menos, esa impresión tuve yo. Con el paso del tiempo supe que todo había sido muy distinto a lo que yo percibí en un principio. Los padres de Julián, ya bastante ancianos, deseaban ver a su hijo comprometido y, como consecuencia de ello, padre de algún pequeño, que les asegurase la descendencia. La moral tradicional de los frustrados abuelos les llevó a amenazar a su hijo con desheredarlo (o con dejar lo mínimo establecido por la ley), si no acababa compartiendo su vida con una mujer. No querían más amigos, de esos con los que se iba a pasar fines de semana y vacaciones a lugares extraños y, casi siempre, muy alejados.
Lo que pareció un intento desesperado de los padres de él por conocer una nueva generación de descendientes, acabó convirtiéndose en un órdago en toda regla. La amenaza acabó haciéndose real, negro sobre blanco, en el despacho de un notario, que no dudó en leer al desconcertado hijo las clausulas que el testamento de ambos recogía. Heredaría a cambio de formar una familia o, al menos, de intentarlo, pues el matrimonio se convertía en condición indispensable para recibir todo aquello que sus progenitores habían acumulado durante su vida.
Parece que, tras el impacto inicial que le generó la retahíla de condiciones desgranadas por el notario, Julián tuvo la, en principio, descabellada idea de proponer a una mujer que simulase una relación sentimental estable con él. La cuestión, una más de las que se planteó para solucionar la cuestión que se le acaba de presentar, no le pareció ni mejor ni peor que otras. Quedó ahí, enredada de manera sutil entre las diferentes opciones que su febril mente iba pergeñando.
Tras todo proceso de siembra llega el de recogida y el resultado de la cosecha se redujo a la opción que antes he expuesto: hablar con alguna persona del género femenino para convencerla de que le ayudase a representar una obra teatral de duración imprecisa.
Una vez tomada la decisión faltaba buscar a la protagonista femenina, que como ya he contado, resultó ser Elisa. Se decidió por ella siguiendo dos criterios que consideraba complementarios y que, en cierta medida, le ayudaban, al menos uno de ellos, a aliviar su moral. El primer criterio se basaba en la facilidad: sabía que ella estaba enamorada de él, por lo que esperaba que aceptase con mayor facilidad que cualquier otra la proposición. Pero también consideraba que de esta manera ella podría conseguir uno de sus anhelos: pasar más tiempo junto a él (los sentimientos de ella no le resultaban un secreto a Julián, ni a nadie al que le funcionase el sentido de la vista o el de la audición). Si no podía considerarse una relación de amor, sí se podía hablar de una especie de unión simbiótica, de la que ambos saldrían beneficiados.
Desde el momento en que la idea se erigió en ganadora, hasta el instante en que de los labios de Julián salieron las palabras que dieron forma a la propuesta, que de manera inmediata aceptó la receptora, él pasó un auténtico calvario. Las dudas sobre el resultado de proponer aquella idea a su compañera. La sensación de aprovecharse de los sentimientos de ella. La deshonestidad hacia sus padres, motivada por la avaricia... Todo ello le generaba conflictos internos, que, en ocasiones, le llevaba a verse a sí mismo como un ser despreciable, sin otra moral que la que se sustentaba en lo económico.
Por fortuna, como dije con anterioridad, las expectativas más optimistas respecto a su plan se cumplieron. En unos pocos días Elisa y él, Julián, el soltero sempiterno, al que sólo se le conocían amigos, hicieron público su nuevo estado. O, al menos, hicieron público aquello que convenía a los intereses de la parte masculina de la pareja.
Igual de sorprendente, o aún más, resulta la diligencia que tuvieron para compartir sus vidas en un piso, el de Julián. Este hecho me llevo a perder una cantidad de dinero de tres cifras, que en las centenas tenía un número superior al cinco. En el trabajo hicimos una porra sobre la duración de la relación y no resulta difícil adivinar quien era  uno de los que no confiaban en absoluto en dicha unión.
Según supe después, los padres de Julián compartían mi opinión sobre la relación y empujaron, a su manera, a que la que esperaban futura madre de sus nietos no desapareciese de la vida de su vástago. Un nueva visita al notario, con el objetivo de precisar determinadas cuestiones del testamento, contribuyó sobremanera a agilizar el proceso de convivencia de la casi recién formada pareja.
Poco les duró la alegría a los ancianos. En un intervalo inferior al año y medio ambos fallecieron. La madre, que murió ocho meses después que su marido, se murió con las ganas de conocer a un nieto, que, por otra parte, jamás llegó.
De nuevo las apuestas aparecieron en el trabajo y, de nuevo, parte de mi retribución mensual pasó a manos de otro compañero; y, de nuevo, el mismo error: considerar que la fecha de caducidad de esa relación se encontraba a la vuelta de la esquina. Para sorpresa de propios y extraños ambos siguen juntos aún, ocho años después de tomar la decisión de compartir sus vidas. Siguen compartiendo vivienda, trabajo, horas del día, semanas, meses del calendario y años. Parece que en lo que en principio nació como una relación de conveniencia se convirtió en algo más, que satisface las necesidad de ambos. Lo único que no comparten es a Luis Alberto, el amigo de Julián, con el que cada mes necesita pasar un fin de semana lejos de su ciudad y de ella. Pero eso no le importa a Elisa, que sigue enamorada de Julián como el primer día.

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