lunes, 8 de abril de 2019

RELATOS CORTOS

¡Por fin pudo quitarse la alianza matrimonial! Durante años había sido incapaz de extraer el aro de oro de su dedo, debido al aumento de peso que, entre otras consecuencias, había ensanchando su anular. 
En los dos últimos meses había debido cambiar su ropa dos veces, a consecuencia de la rápida disminución de su masa corporal, no buscada. Las últimas circunstancias de su vida habían conllevado, entre otras cosas, una pérdida constante de peso. 
Sintió una gran alegría cuando tuvo en su mano izquierda la alianza que durante años no pudo quitarse y que, en ocasiones, le apretaba, hasta molestarle.
Cuando cerró su puño sobre el anillo comprendió que ese proceso de separación, que estaba viviendo de manera traumática, no tenía vuelta atrás.





Tuvo la certeza de que jamás había pensado sobre el sentido de su vida hasta ese momento. Siempre se había dejado llevar por los demás o por las circunstancias. Sus padres habían decido sobre sus estudios. Siempre había trabajado en la misma empresa. Se casó con su novia de siempre y tuvo tres hijos, con los que los fines de semana hacía lo de siempre, hasta que crecieron y se vieron siempre una vez al mes para comer el domingo. Y decidió, lúcido como nunca,  que en vez de ingerir el contenido de aquel frasco repleto de somniferos debía aprender a decidir sobre su vida y no sobre su muerte.




Estuvo buscando durante años a alguien como él. Había aparecido de improviso, cuando ya casi había perdido la esperanza de que sucediese, y lo había llenado todo, desde el tiempo hasta su interior. De vez en cuando utilizaba la razón para intentar encontrar algo negativo a aquello que estaba viviendo. Consideraba que se podía acabar la pasión; que la distancia podía ser un problema; que en ciertas cuestiones eran muy diferentes; que... Pero todos estos episodios de raciocinio acaban de la misma manera. Ella sacaba su móvil y le enviaba un mensaje con una longitud invariable, dos palabras: Te amo.





Había luchado mucho por llegar a este momento. Durante años había soñado con exponer su obra en aquella galería tan afamada. Sin embargo, algo ocupaba sus pensamientos: el hombre demacrado, casi seguro como consecuencia de la adicción a las drogas, que le había pedido una limosna un par de calles antes de llegar a la exposición que llevaba su nombre, al que ella le había dado un euro. 
Intentó alejar aquella imagen de sí haciendo revista a su trayectoria. Recordó sus tiempos en la Escuela de Bellas Artes. Sus primeros cuadros, en busca de un estilo propio y aquella primera exposición colectiva, en la que participó gracias a los contactos de su novio de aquel entonces, Andrés. En ese momento sintió unas ganas irrefrenables de llorar y se disculpó, de manera atropellada, para poder encerrarse en el servicio y hacerlo. De alguna manera necesitaba aliviar el sufrimiento que le había causado reconocer a Andrés en aquel mendigo que se había instalado en su pensamiento.




Ambos se durmieron, una junto a otro, ebrios, tras haber practicado sexo. Él no recordaba el nombre de ella ni ella el de él cuando se dieron las buenas noches. 
Años después siempre contaban esta anécdota cuando se juntaban con otros matrimonios.








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