Dedicado a esa persona que está
descubriendo otra forma de vivirse
y de sentirse.
En estos últimos meses se ha repetido un par de veces una respuesta ante un mismo hecho que me ha servido para pensar, no tanto en quién me daba la respuesta, como en el concepto de pertenencia a una clase que contenía esa respuesta y de las atribuciones que a esa clase se le hacen. Me explico.
Ante la problemática que dos alumnos, de características muy distintas, que nada tienen que ver el uno con el otro, y la posibilidad de que los padres no hayan dado la mejor respuesta a las necesidades de los niños, preadolescentes más bien, la respuesta inequívoca y automática resultó contundente: sus padres tienen un nivel alto, o medio/alto (referido a estudios, a su desempeño profesional y, por ende, al aspecto económico). No hay más. Ese nivel alto parece que vacuna contra todo despropósito en todos los aspectos de la vida, incluido el difícil proceso de educar a los hijos.
No tengo intención alguna de establecer un debate sobre si se educa mejor a los hijos en función de que se pertenezca a una u otra clase social, porque no conozco a todos los padres y a todos los niños y porque el futuro desempeño profesional de los niños no sólo depende de factores como la educación que reciban, asociado este término a los títulos académicos que consigan, influyen otros aspectos como los contactos de los padres, la capacidad económica de estos, así como la facilidad para obtener títulos, al menos algunos, si se posee dinero... Y este es el asunto que me preocupa y ocupa en esta entrada.
El aspecto que me gustaría abordar es esa pertenencia a una clase social, la de los que no trabajan con sus manos, en la que se incluyen los que practican lo que se conoce como profesiones liberales, determinados funcionarios ( los de nivel A1 y A2) y otros profesionales que tienen un buen pasar, pero que dependen de su esfuerzo, que, en ocasiones, se traduce en muchas horas de trabajo al día. Ese colectivo al que pertenezco, al menos en lo referido a mi modo de ganarme la vida, y del que formé parte por mentalidad hasta hace unos años, que asocia la formación académica y el "triunfo" profesional a un estatus de superioridad en muchos o en todos los aspectos con respecto al paleta o al que trabaja en una cadena de montaje. Una especie de autoconvencimiento de ser los elegidos por haber llegado a un cierto lugar en las escala social. Parece que el mensaje es: "Si somos capaces de haber llegado hasta aquí, vete tú a saber dónde, somos capaces de hacer todo lo demás bien". Sí, esa idea calvinista, copiada por el Opus Dei, de los elegidos.
Sin embargo, cuando escribo esto me acuerdo de un colega que lleva muchos años trabajando con familias con problemas y de lo que me dijo la última vez que estuve con él, que era algo así como que cada vez trabajaban con más familias de nivel alto. La justificación que me dio es que se estaba derribando ese pudor a reconocer que el dinero no proporcionaba de manera automática una familia ideal. Tal vez ayudara a tapar, a ocultar, serios problemas, pero, en ningún caso, por sí solo serviría para solucionarlos.
Y, entonces, ¿de dónde surge la idea que defiende que por tener un cierto estatus se va a ser buenos amantes, solidarios, guapos, listos y rubios?
Parece claro, en un sistema que premia el consumo aquel que puede permitírselo, o permitirse más capacidad de consumo que otros muchos, es considerado un tipo más hábil o mejor que los otros. Más hábil porque ha llegado más arriba en su vida profesional que otros, a los que respeta. La otra opción es sentirse mejor que los de abajo si, directamente, se desprecia a los que no alcanzado esa posición.
Sin embargo, esta conciencia de clase no permite vislumbrar que, a pesar de tener una casa más grande, de viajar a sitios más lejanos y de comer jamón ibérico de vez en cuando su vida es exactamente igual que las de los más abajo: encadenados por una hipoteca, trabajando para poder pagar esa condena y unos pequeños caprichos que consigan hacer olvidar que se vive encadenado a unos horarios, a unas rutinas, incluso en los momentos de ocio (se sale tal o cual día a los mismos sitios o a lugares muy similares).
Tal vez para olvidar eso se necesita esa conciencia de clase, de pertenencia a unos elegidos. Para diluir el hastío de vivir atado a lo mismo que quien limpia casas, hace tabiques o ensambla los asientos de un automóvil en una cadena de montaje. Y, tal vez, también para eso magnifican causas por las que "luchar", que adormecen y distraen al personal de una tediosa vida que gira en torno a un trabajo "que ya quisieran muchos" y a unas rutinas, que revestidas de más dinero, son las mismas que los de abajo, pero que distan bastante de los que de verdad se ubican en la cúspide. No, las causas, cada poco uno para que no dé tiempo a pensar mucho sobre la verdad del asunto, no hace que esa clase sea más solidaria, al contrario, solo sirve para acallar conciencias, haciendo pensar que en realidad siguen siendo igual de idealistas que cuando tenían dieciocho años, pero, en el fondo, sólo son parte de un engranaje de trabajo y consumo y, en un fondo aún más profundo, no quieren arriesgarse a perder sus "privilegios" en una lucha incierta, que ya hace tiempo ni se plantean, porque el truco es no arriesgar, para no perder lo que sea que se puede perder.
Agradezco haber sido expulsado de ese lugar de autocomplacencia, porque aprendí que existe otra forma de vivir y sentir y, de paso, también contemplé lo que se puede llegar a hacer por mantenerse en ese lugar.
2 comentarios:
que puta mierda es esta?
Gracias por leer la entrada.
En respuesta a la pregunta, esto es lo que hay.
Un saludo.
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