domingo, 14 de octubre de 2012

EL HOMBRE QUE NO SABÍA DECIR NO

Había sobrevivido al accidente de automóvil que le costó la vida a su mujer. Su esposa viajaba a su lado, en el asiento del copiloto, muriendo, por desgracia, casi en el acto cuando perdió el control del vehículo que, según el atestado oficial, viajaba unos kilómetros por debajo de la velocidad máxima permitida para circular por la vía que transitaban.
Él salió, sin embargo, mejor parado: tres costillas rotas, contusiones por todo el cuerpo y poco más. Cicatrizaron antes, mucho antes, las heridas del cuerpo que las del alma, que requirieron largo tiempo de sufrimiento y la capacidad de mitigar ese sentimiento. Particularmente duro le resultaba cada vez que los agentes del orden o los empleados de las aseguradora, encargados de llevar a cabo todos los formalismos previos al cobro de la cuantía que estimaba la póliza,  se ponían en contacto con él para resolver cualquier cuestión relacionada con el triste suceso. Sentía una sensación interna de angustia, un sentimiento de culpa por todo lo ocurrido, que intentaba ocultar a toda costa.
El tiempo transcurrió en su vida de manera lineal, como en las vidas de todos los seres humanos que conocía y desconocía, pero en su caso este transcurso de la vida se aderezaba con un ligero toque balsámico o medicinal, que diluía esos sentimientos que habían lastrado sus últimos meses.
Conoció a otras mujeres y, finalmente, acabó enamorándose de una de ellas. Ella también le correspondió en este aspecto y todo acabó en una ceremonia civil sin excesivos invitados, a la que siguió el correspondiente ágape.
Aunque, cada cierto tiempo, le asaltaban esos sentimientos de culpa y angustia, asociados a su antigua mujer, este aspecto no suponía ningún hándicap serio en su relación actual. Unos minutos y todo volvía a lo más profundo del olvido. Incluso, en alguna ocasión, le había descrito a su actual pareja las sensaciones que le invadían espontáneamente y que tan mal le hacían sentir. Su mujer siempre se había mostrado comprensiva, considerando que era una reacción normal ante un acontecimiento tremendamente traumático, vivido en primera persona.
Él, por su parte, jamás comparó su anterior vida de casado con la actual. Nunca se había sentido esa necesidad. Lo único que sabía a ciencia cierta que no había variado con respecto a su relación pasada era la cuestión de la paternidad. En ninguno de los dos casos había sido padre. No por falta de ganas, especialmente de ellas, más bien todo se debía a la falta de oportunidad. De oportunidad o de encontrar el momento adecuado en la vida de ambos, bastante ajetreada desde un punto de vista profesional. En todo caso, habiendo transitado por más de la mitad de su cuarta década de vida, había cumplido los treinta y siete años hacía un par de semanas, aún su nombre no figuraba en libro de familia alguno tras la palabra padre. Bien es cierto que en los últimos tiempos su mujer insistía con frecuencia sobre la necesidad de dejar de tomar medidas anticonceptivas y embarcarse en lo que ella llamaba la aventura de ser padres.
Sinceramente, a él la idea no le atraía en exceso, pero la reiteración del mensaje acabó calando en él y decidió abordar inmediatamente el problema.
El jueves la sorprendió con unos talones de hotel para ese mismo fin de semana en una zona idílica y tranquila zona de montaña, que distaba unas dos horas y media en coche de su residencia. Quiso transmitirla, de igual manera, que se había tomado muy en serio la necesidad que ella tenía de que ambos fuesen padres y quería contribuir a resolver lo que él denominó problemilla, a ser posible durante estos días que se les ofrecía de tranquilidad y compañía mutua. Todo ello dicho con una sonrisa y rematado con un guiño de ojo que de manera inmediata fue respondido con un abrazo y un beso en los labios por parte de su mujer.
El viernes por la tarde partieron hacia su fin de semana romántico. A su llegada el lugar elegido no les decepcionó, al contrario. Los halagos  leídos en diversas páginas web sobre el hotel y el entorno en que se encontraba enclavado parecían quedarse cortos. Posiblemente a todo ello ayudara lo que implicaba aquel viaje para ambos: un nuevo rumbo para su vida.
Durante la tarde y la noche del viernes no fue necesario salir del recinto del hotel, todo lo que pretendían conseguir se podía encontrar sin traspasar la verja del establecimiento hostelero.
Parte de la mañana y de la tarde del sábado la dedicaron a conocer los alrededores de aquel lugar, al menos aquellos sitios indicados en la guía que les habían ofrecido en la recepción del hotel. Viajar por carreteras tan sinuosas tenían premios inesperados, como aquel fantástico mirador que dejaba admirar un hermoso valle o aquel pueblo constituido por completo por casas de piedra granítica y techos pizarrosos.
Tras llegar a su provisional alojamiento él volvió a sorprenderla con aquella reserva para cenar en un restaurante que se encontraba a unos quince kilómetros de allí y que figuraba entre los mejores del país.
Ahora entendía ella la insistencia que él había puesto sobre la conveniencia de incluir en el equipaje un vestido elegante. El fin de semana estaba resultando un cúmulo de sorpresas maravillosas, pensó mientras él le subía la cremallera trasera de su vestido.
La cena, como no podía ser de otra manera, resultó exquisita. El lugar elegido pertenecía, con justicia, a aquel pequeño ramillete de sitios donde la comida alcanzaba el grado de arte. Cuando abandonaron ese templo del buen comer la medianoche hacía tiempo que había dejado paso al nuevo día.
Aunque habían bebido entre ambos una botella de vino, coronado con un gintonic por parte de cada uno, no dudaron en volver conduciendo. Él se sentó detrás del volante, no importaba quien manejara durante ese pequeño tramo el vehículo, ambos traspasaban el límite de alcohol permitido en sangre ampliamente, por lo que ni se plantearon ese aspecto.
El trayecto hasta el hotel transcurría entre el intento de definir con palabras los diferentes sabores de los distintos platos que constituían el menú degustación que habían disfrutado durante la cena y el deseo de  saciar otro tipo de apetitos.
De repente, el sonido brusco de las ruedas traseras, derrapando en aquella curva, les indicó que algo no iba como deseaban y, como si ese pensamiento desencadenara todo lo que había de seguir, el coche abandonó la carretera despeñándose por aquel barranco de varios metros de desnivel. Apenas fueron siete u ocho vueltas de campana hasta que el amasijo que les contenía se detuvo.
Había vuelto a pasar, sus años de especialista cinematográfico le había servido para salir con pequeños desperfectos de un accidente que le había costado la vida a su pareja.

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