viernes, 18 de enero de 2013

DESDE LA VERDAD

Aunque nunca lo reconocería de manera pública, jamás saldrían esas palabras de su boca, sentía debilidad por su primogénito. En él, Luis Alberto, había depositado todas sus esperanzas de transmitir su legado a la posteridad. Gracias a un extraño mecanismo mental consideraba que aquel hijo, el primero de los cinco, tres varones y dos mujeres, fruto de su ya largo matrimonio, debía ser el portador de sus genes y el gestor idóneo de sus negocios. Siete años de estudios universitarios y post-universitarios le capacitaban para ello. 
Su mujer se había percatado del asunto hacía bastante tiempo, pero, salvo algún comentario ocasional, jamás consideró oportuno profundizar en el mismo con su marido. Parecía restar importancia al asunto. Aunque también podía ocurrir que ella intentaba, con toda su alma, que ninguno de sus vástagos sintiera, ni por un momento, que entre ninguno  de ellos cinco  hubiese diferencia alguna respecto al amor que sus padres sentían por ellos.
El resto de hijos, conocedores, o sufridores, del trato preferente que recibía su hermano, parecían asumir los designios de su padre como algo consustancial a la rígida y clásica concepción familiar que su progenitor blasonaba de forma continua.
Ahora, postrado en la cama de un hospital, en lo que sabía serían sus últimas horas de vida, anhelaba su presencia. Sin embargo, su memoria, unido al estado de semiconsciencia que vivía, permitía que Luis Alberto estuviese presente de manera continua. No parecían haber transcurrido décadas desde el momento en que, recién nacido, le cogió entre sus brazos y sintió algo que, perfectamente, pudiera ser la absoluta felicidad y que no volvió a vivir, al menos con esa intensidad, nunca más.
Otros detalles de su existencia también aparecían, ordenados siguiendo un criterio cronológico: la Primera Comunión, aquella asignatura que suspendió en 3º de B.U.P., que tanto disgustó a su brillante hijo, la primera novia, las conversaciones entre ambos, en las que le intentaba convencer de que sus estudios universitarios se encaminasen al mundo de la empresa o la economía, la graduación en Ciencias Empresariales... Todo buenos recuerdos, que conseguían que aflorara un quedo gesto de orgullo en el moribundo que se encontraba en aquella habitación donde faltaba el protagonista de todas aquellas vivencias conjuntas.
Las imágenes siguieron avanzando, de manera imparable, refrescando imágenes y frases que hubiese preferido siguieran encerradas en algún lugar inaccesible para él. Aún sentía cierto..., ¿dolor moral?, cuando recordaba aquella tarde estival en que Luis Alberto le comunicó su firme decisión de abandonar la empresa familiar para poner sus conocimientos a disposición de una O.N.G. La forma que su hijo tuvo de presentarle la nueva fue todo un acierto, ahora lo comprendía; aunque tal vez lo había comprendido desde el primer momento, pero nunca había querido hacer explícita tal evidencia. Su apelación a que todo lo hacía por ayudar a los demás, como le enseñaba la Iglesia y su mesías, Jesús, ayudó a su padre a digerir el mal trago. En el fondo, él le había inculcado la necesidad, obligación sería más exacto, de seguir los preceptos de la Biblia. El camino emprendido no era el esperado, pero en la elección de la  nueva senda empredida él, su padre, había tenido algo que ver. O eso quería creer. Luis Alberto siempre había sabido plantearle las cuestiones que podían generar fricciones entre ambos de tal manera que su padre siempre acababa creyendo que él había tenido algo que ver en esas decisiones que, en un principio, no le parecían oportunas.
Distinto, muy distinto, fue lo que ocurrió aquella otra tarde estival de cielos limpios, hechos de añil y aire denso de calor casi infinito. Cuando su pequeño le comunicó de aquella manera tan firme que era homosexual y que mantenía, desde hacía meses, una relación estable con otro hombre, la confusión, que de manera progresiva cedió su paso a la ira y la vergüenza, lo ocupó todo, dentro y fuera de él. Aún recuerda lo que le respondió aquella vez, la última que le había visto: "Has dejado de ser mi hijo. No quiero verte, ni saber nada de ti,  nunca más. ¡Degenerado!"
Desde ese momento, en que su hijo, silencioso como un ataúd, se dio la vuelta, hasta este momento, donde tumbado sobre la rígida cama del hospital recordaba ese momento, había transcurrido más de dos décadas, tiempo en el que no había vuelto a saber nada sobre su hijo. Tiempo en el que el silencio y la distancia se habían convertido en una astilla en el alma. Pero ésto, como otras tantas cosas, jamás se lo contó a nadie. Ni tan siquiera a Elena, su mujer. Ni tan siquiera se lo confeso cuando ella intentaba sacar a colación el nombre de Luis Alberto, pretendiendo siempre una acercamiento entre padre e hijo. Durante estos largos años corrió, al menos de cara al público, un tupido telón  sobre el asunto. Ahora, en aquel estado terminal, lo que deseaba por encima de todas las cosas, incluso por encima de vivir, era ver, por última vez, a su primogénito. Incluso se había permitido el lujo de descorrer el telón y transmitirle este deseo a Elena. Tal vez por ello, cuando entró en la habitación Luis Alberto con aquella desconocida no se sorprendió en exceso, aunque no puedo evitar sentir como aquel sentimiento que le anegó hace más de veinte años revertía y la felicidad, por estar junto a su hijo, volvía a adueñarse de él.
Un abrazo y dos besos consiguieron minar una distancia, a priori, insalvable. No fueron necesarias demasiadas palabras para volver a restablecer el sólido nexo que existía antaño entre padre e hijo.
Ante la mirada del padre hacia la mujer, su ahora recuperado hijo realizó las presentaciones formales:
- Maite, mi pareja- explicó Luis Alberto.
- Pero... pero, ¿tú no eras homosexual?- replicó confuso su padre.
- Es algo más complicado. En realidad me gustan personas de los dos sexos y, tras romper con Javier, mi pareja, conocí a Maite y...- aclaró su hijo.
- ¡Ah!- fue todo lo que alcanzó a decir aquel hombre al que se le escapaba la vida por segundos. No pareciendo que tuviera mayor interés en profundiza en el asunto.
- Te puedo asegurar, papá, que no te miento y que Maite fue la persona que llenó mi vida sentimiental tras la ruptura con Javier. No intento que mueras feliz fruto de una mentira- aseguró mientras miraba a su padre.
- Me alegro de que, finalmente, hayas seguido el camino correcto- apostilló el anciano.
Ninguno de los dos volvió a tocar el asunto y, tras abandonar la habitación la mujer, el cuarto de hora largo que estuvieron a solas los dos hombres transcurrió entre conversaciones insustanciales, sonrisas y miradas de ternura.
La voz de la enfermera, recordando a los visitantes que debían abandonar las habitaciones, retumbó dentro de ellos como el disparo que presagia la desgracia. Ambos intuían que, muy probablemente, no volverían a verse, al menos en este mundo, y que esos instantes serían los últimos.
Un abrazo, conteniendo décadas de distancia y presagiando el vacío de la eternidad, junto con una sonrisa de complicidad bastaron para sellar la despedida.
Unas horas más tardes el teléfono móvil de Luis Alberto sonó. Cuando leyó en la pantalla del aparato el nombre de su hermano no tenía dudas de que su próximo destino sería el velatorio de un tanatorio, donde yacería, de manera provisional, el cuerpo sin vida de su padre.
Tras colgar el teléfono se abrazó a Maite, que le devolvió el gesto de afecto, derramando unas lágrimas en su hombro.
- Lo único que me reconforta es no haberle mentido- dijo con voz entrecortada. Creo que tu presencia en mi vida le habrá hecho feliz.
- Estoy convencida de que sus últimas horas habrán sido más felices, pero no sólo por eso, también por haberte podido tener a su lado- replicó ella.
- ¡Gracias! Jamás sabré como pagarte lo que estás haciendo en estos momentos. Siento que nuestra relación se rompiera tras cuatro magníficos años de convivencia, pero mi amor por Javier nunca murió y no quería mentirme y mentirte- aclaró él.
- Te conozco muy bien y sé que eso es verdad, lo que te agradezco de todo corazón. Como seguramente tu padre también te agradecerá que, sin  mentirle, no le contases toda la verdad- remató Maite.

2 comentarios:

ruti dijo...

PRECIOSO PACO, hasta se me han saltado las lagrimas un poquito! Bravo!

PACO dijo...

Hola, Ruth.
Ya sé porque sois tan amigas Sarita y tú, las dos sois de lágrima fácil ;)
Un beso para los cuatro.