martes, 21 de mayo de 2013

¡ARRANCA!

Allí, sentado en el arcén de una carretera comarcal situada en mitad de la tórrida meseta estival, esperaba con paciencia la llegada de la grúa que les había de conducir a la civilización, según sus propias palabras. El lujoso vehículo, adquirido unos pocos meses antes, que se había convertido en su segunda vivienda, se encontraba inmóvil un par de metros más atrás de su ubicación. Como si de un monstruo agotado se tratase no existía forma alguna de que reanudara la marcha. Todos los esfuerzos de Mario, el chófer, para conseguir que las entrañas de la bestia mecánica volvieran a funcionar de manera armónica y sincronizada resultaron infructuosos. Tan infructuosos como el intento de que la grúa, su tabla de salvación, acudiera con presteza a sacarles de aquel secarral secular, transitado, siglos ha, por ejércitos que se disputaban aquella tierra. Ni las buenas formas, ni las amenazas veladas, ni la ostentación de su cargo político sirvieron para que aquel anónimo interlocutor le garantizara que aquel maldito vehículo de ayuda llegara con inmediatez. Ahora sólo quedaba matar el tiempo de espera lo mejor posible.
Llevaba un cierto sumido en un extraño estado letárgico, tal vez fruto del aburrimiento y el calor reinante, cuando lo percibió. Percibió la ausencia absoluta de sonido, el silencio. Nada parecía tener intención de rasgar ese silencio que parecía suspendido sobre el tiempo que transcurría con el sosiego que aporta la ausencia de necesidad alguna. Ni el viento ni ave alguna ni tan siquiera la chicharra, que delata el implacable calor estival con su estridente sonido, parecían mostrar interés alguno por romper esa quietud. Y allí estaba él, en medio de todo aquello, asistiendo como testigo mudo a ese despliegue de quietud, impensable para él hace sólo cinco minutos. 
Como suele ocurrir en estos casos, sintió un profundo desasosiego al comprobar que él era un accidente, finito y limitado en el tiempo, en medio de todo aquel espectáculo instalado sobre una llanura inmensa, de mies ya recogida, agostadaspor un calor de rayos solares oblicuos y siglos de lucha de decenas de generaciones contra esa tierra roturada hasta la extenuación con la finalidad de calmar el hambre finisecular. De manera casi obligada surgió la pregunta que suele acompañar a este tipo de situaciones: "¿qué estoy haciendo con mi vida?" Para, a continuación, apostillar de la siguiente manera: "Estoy perdiéndome una gran cantidad de cosas: paisajes, tiempo, momentos de intimidad con mis hijos y mi mujer...".
Por un momento, sin previo aviso, todo lo que constituía su esencia hasta ese momento pareció disolverse entre el añil del cielo y la árida tierra que pactaba, a lo lejos, el lugar exacto donde juntarse con el firmamento para conformar un horizonte imposible de alcanzar. Toda su carrera politica, por la que tanto había luchado durante años de incertidumbre, su vida de viajes y lujo, sus cuantiosos contactos, Lupe, su amante, incluso aquel caro vehículo, que parecía yacer exhausto bajo ese sol de justicia, perdían todo su sentido en aquel momento, en el que el silencio y la tranquilidad parecían anclarlo a ese lugar y a ese estado de paz interior.
No, no le apatecía regresar al lugar del cual procedía. Deseaba con todas sus fuerzas permanecer allí, envuelto por la soledad de todo lo que le acompañaba. Se sentía tan fuerte en ese momento que no dudaba que aquella constituía la decisión más acertada que había tomado en toda su vida. Mandaría todo a paseo y se concentraría en aquello que le pudiese transmitir la paz, el sosiego, que le invadía por completo en aquellos momentos. Ni tan siquiera la llegada de la grúa y la conversación que Mario y el recién lleado sostenían a dos metros escasos de él conseguían que se sustrajese de sus cavilaciones. De hecho cuando, apenas quince minutos después, su chófer le avisó de que el vehiculo ya funcionaba correctamente, acompañando la afirmación de una explicación a la que no prestó atención, seguía sumido en ese estado. Recorrió como un autómata el breve trecho que le separaba del resucitado coche oficial y se subió al mismo. Cuando un par de minutos después el conductor del vehiculo se acomodó en el asiento delantero izquierdo, desde el asiento de atrás se escuchó su voz- una voz que se abría paso de manera agreste entre ese espacio de quietud que seguía siendo su interior- que, de manera tajante, ordenaba: "Al congreso del partido. ¡Arranca!

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