jueves, 30 de mayo de 2013

EL HOMBRE NECESARIO

Aunque para una gran parte de la gente lo más sobresaliente de mi existencia, con total certeza, sería mi trabajo, a mi no me supone ningún trastorno el desempeño de la actividad que nos da comer a mi familia y a mí. Al contrario, un frío análisis de las circunstancias arrojaría como consecuencia que mi profesión resulta imprescindible en esta sociedad, y en este tiempo, en el que me ha tocado vivir. 
No mentiré al respecto, por lo que no defenderé que llegué a ella de manera vocacional. Simplemente apareció la posibilidad y, tras unas dudas sobre la capacidad, o no, que tendría para desempeñar tal actividad, me embarqué en la misma. Casi tres décadas han transcurrido desde afronté mi primer día como miembro del cuerpo funcionarial al que pertenezco y reconozco que, a fecha de hoy, no cambiaría mi oficio por ningún otro que conozca. En líneas generales el trabajo es escaso, cuando no inexistente, y sólo en momentos puntuales la carga de trabajo puede resultar estresante, aunque con el paso del tiempo he aprendido a sobrellevar este tipo de situaciones sin mayor problema. La veteranía es un grado.
Estas palabras escritas aquí, negro sobre blanco, pretenden reflejar, con total sinceridad, todo lo concerniente a mi vida, especialmente en lo referido a mi vida laboral, por lo que no creo conveniente obviar que mis dos vástagos, una hija de catorce años y un hijo de doce, no conocen con exactitud mi profesión. Así lo decidimos su madre y yo, pensando que esta medida contribuiría a... Bueno, no sé exactamente a que contribuiría, pero ambos pensamos que en este aspecto no deberíamos ser tan honestos como en el resto de circunstancias que rodean nuestras vidas. 
Tal vez por ese mismo razonamiento intangible, o por seguridad, o por ambas cosas, o por ninguna de ellas, suelo obviar el apellido de mi profesión cuando respondo a preguntas de mis amistades sobre mi trabajo. Ellos, como mis hijos, piensan que trabajo para el Ministerio de Seguridad, desempeñando un papel gris e indeterminado dentro de esa institución.
El lector de estos párrafos habrá caído en la cuenta de que mi desempeño profesional difiere en mucho del que suelen desempeñar ellos o sus amistades. Habrán realizado sus cábalas sobre ello y, posiblemente, hayan acertado al suponer que mi profesión consiste en hacer que las sentencias de muerte se lleven a cabo. Sí, mi trabajo es el de verdugo.
Aunque pudiera parecer lo contrario no se trata de una ocupación ni mejor ni peor que cualquier otra. Tal vez algo mejor, pues se los días de asueto son muchos y el trabajo, cuando lo hay, no lleva excesivo tiempo.
Sé que lo que acabo de narrar puede herir la sensibilidad del lector, pero me gustaría que tras leer lo que escribiré a continuación se detuviera un minuto a reflexionar. En el país en el que vivo la pena de muerte constituye una de las posibilidades con la que se castigan ciertos delitos. Este tipo de pena parece no disgustar, según las últimas encuestas, al 64% de los habitantes de esta nación; más bien al contrario. Por tanto, mi labor consiste en llevar a la práctica lo que el Código Penal, y la voluntad de una mayoría de ciudadanos, considera correcto. En otras palabras: yo constituyo el último escalón de una cadena punitiva, que está compuesta por millones de eslabones, tantos como ciudadanos aprueban la ejecución de personas condenadas.
Tras conocer mi trabajo, tengo la certeza de que aquel que lea este escrito se preguntará sobre aquello que me resulta más desagradable del mismo. Como he contado el trabajo en sí no es más que eso, un trabajo. Sin embargo, recuerdo con especial repugnancia un suceso que, intuyo, me marcó y que, por ejemplo, motiva esa especie de nebulosa que esparcimos, mi mujer y yo, sobre mi profesión. Si mal no recuerdo el suceso acaeció de la siguiente manera:
Unos dieciséis años atrás condenaron a un criminal a morir, como forma de redención de sus delitos. Al que suscribe le tocó en suerte, o en desgracia, hacer cumplir la sentencia dictada por el tribunal y me apresté a cumplir con mi cometido. Como el lector ya conocerá, a las ejecuciones puede asistir público, generalmente familiares de las víctimas, periodistas y algún "invitado" ilustre. Este caso no fue una excepción y la pequeña sala que albergaba al público se encontraba llena. Indiferente a todo ello, me dedique a cumplir con mis quehaceres para que todo se desarrolla correctamente, y el reo no sufriera más de lo necesario. Una vez comprobado el correcto funcionamiento del sistema activé el mecanismo que acabaría con la vida del asesino en un par de minutos. Estos ciento veinte segundos suelen resultar los más emabarazosos del todo el proceso. Deseas que todo transcurra con normalidad y acabar con este lance lo antes, y lo mejor, posible. Sin embargo, en la ocasión que narro ocurrió algo peculiar: uno de los asistentes, un familiar de una víctima, me miró con una sonrisa, que no sabría encasillar como de felicidad o de placer, o ambas cosas a la vez, que fue acompañada de un guiño de su ojo derecho. El hombre parecía divertirse y agradecer que cumpliese con mi cometido, al acabar con la vida del criminal que había acabado con la existencia de un ser querido, muy querido, para él. Aunque extraño no le di mayor importancia.
Por casualidades de la vida volví a toparme con aquel hombre casi un año después. Aunque no suelo tener facilidad para retener las caras, ni los nombres, de las personas, aquella expresión, aquel guiño. habían servido para que no olvidase a aquel tipo. Por su reacción parecía que él tampoco me había borrado de su memoria. Tal vez por mi educación, tal vez por creer que constituía una norma de cortesía elemental, le saludé con un "buenas tardes", que albergaba, en su interior, la esperanza de una respuesta rápida que impidiera trabar cualquier tipo de conversación. Sin embargo, cuando aquel hombre giró la cabeza sin contestar y, dirigiéndose a sus dos acompañantes, dijo: "Es el verdugo que ejecutó al asesino de Mary. Me produce  repelús hablar con ese tipo de personas", comprendí que a nadie le interesa lo que hace un anónimo personaje que sólo es la mano que obedece ciegamente los requerimientos de un cuerpo que mira hacia otro lado mientras sus órdenes se cumplen.

2 comentarios:

Piedra dijo...

Este sería un caso extremo y por ello más fácil de entender, pero de igual forma el aceptar un sistema implica aceptar todos sus crímenes y abusos.
Nuestro "inocente" sistema tortura, encarcela inocentes, asesina en países lejanos, justifica el uso de la fuerza contra civiles desarmados, deja a familias enteras en la calle, abandona a personas sin recursos a su propia suerte,etc. Generalmente no nos paramos a pensarlo, hasta que nos toca, y ahora con la "crisis" le ha tocado a mucha gente o a sus conocidos.

Algo también a reseñar, es eso de "es mi trabajo" muy usado junto al cumplo ordenes o con mi obligación para intentar limpiar la conciencia. Los torturadores argentinos solían declarar esas palabras, los antidisturbios de aquí también.

PACO dijo...

Hola Piedra.
La verdad es que con este relato intentaba recrearme escribiendo y luego ahondar en las paradojas que todos tenemos en nuestras vidas. De hecho el anterior relato, "Arranca", era otra visión del mismo asunto.
Obviamente, y me alegro, las interpretaciones y visiones de cada uno ante la lectura del mismo son variadas. Y debo decir que, en general, comparto lo que escribes.
Un saludo.