Tras las visitas familiares de rigor,
que sirvieron de colofón a unas vacaciones más que merecidas, por
fin me encuentro en mi casa, donde dispongo de Internet sin mesura
alguna; lo que dará una cierta continuidad a este blog.
Aunque durante estos días han pululado
ideas diversas por mi escasa sesera, me apetece retomar esta nueva
temporada bloguera con un asunto que podíamos llamar clásico: la
situación injusta y criminal a la que nos vemos sometido una mayoría
de ciudadanos para que unos pocos, los ladrones privilegiados, puedan
disfrutar, y derrochar, todo aquello que la sociedad les puede
ofrecer.
En esta ocasión mi intención dista
bastante de convertirse en una crítica atroz a un sistema injusto,
agotado y criminal. Más bien pretendo contar lo que, desde mi punto
de vista, ha sucedido para que tener un trabajo se considere, poco
más o menos, un privilegio (asunto sobre el que volveremos en su
momento).
Sin retrotaernos a la época de Nixon,
donde por razones diversas, se abandonó el patrón oro, que sirvió
de germen para esta situación, parece oportuno pararnos en la década
de los 70 y los primeros intentos de los economistas patológicos de
llevar a la práctica sus teorías genocidas. En esta época, américa
latina era un foco de dictaduras militares, auspiciadas por los
EE.UU., que en algunos casos intentaron llevar a la práctica las
teorías del nunca suficientemente vilipendiado … Con las excepción
de en Chile, donde las desigualdades sociales se fueron acrecentando
y que debe gran parte de su prosperidad a la industria, estatal, del
cobre, en el resto de países la implantación de dichas políticas
económicas fueron un desastre, que, sin miedo a equivocarme, podemos
denominar crímenes contra la humanidad. De hecho esa época se
denomina la Década Perdida por parte de los propios países que
sufrieron la furia inhumana de esas estúpidas y criminales
políticas.
En los años 80 confluyeron varios
personajes, la mal llamada Dama de Hierro, ultramontana inhumana,
sería mucho más acertado, y el actorcillo Ronald Reagan, que
junto a un acontecimiento histórico sucedido al final de la década:
la caída del muro de Berlín, que conllevó la derrota del teórico
“enemigo”, dio alas a los economistas patológicos y a sus
teorías genocidas, que por carecer de cualquier rigor científico,
pueden considerarse como un conjunto de creencias religiosas, o,
tampoco descartable, una visión refinada de los movimientos
fascistas habidos en Europa durante tres décadas del siglo XX. La
desaparición del Eje Soviético dio alas a los neoliberales, que no
encontraban enfrente una propuesta que pudiese seducir a una parte
significativa de la población, que pudiese acabar hastiada por los
abusos y decisiones criminales de los teóricos del mercado (que ni
son teóricos, más bien fascistas de nuevo cuño, ni quieren el
mercado libre, especialmente cuando no les interesa. Si el mercado
fuese libre y no condicionado por unas creencias todos ellos estarían
aumentado las listas del paro en sus respectivos países. No puede
existir personas más incompetentes, zafias e inútiles que los gurús
de este tipo de dictadura del gran capital).
A partir de ese momento se empiezan a
poner en práctica todo tipo de “experiencias” tendentes a dejar
hacer al mercado. Para ellos dejar hacer al mercado es crear las
condiciones necesarias para que los dueños del gran capital puedan
operar con la mayor impunidad posible, acaparando las mayores
riquezas posibles, que, de manera nunca suficientemente bien
explicada, acabarían, al menos en parte, en manos de los ciudadanos
de a pie. La realidad, sin embargo, ha desmentido las justificaciones
sin sentido alguno de estos mequetrefes, sin sensibilidad alguna
hacia sus iguales.
De igual manera se consideró que
invertir dinero en actividades no productivas, con una visión
meramente especulativa, serviría para crear riqueza, lo que habría
de beneficiar a todos. Resulta evidente, hasta para un chaval de
primer curso de instituto, que se trata de una majadería más de
esta panda de estómagos agradecidos. Sin embargo ellos, mediante la
manipulación de la estadística, incluyeron estos números en su
concepción de la Economía, patológica en todos los sentidos,
especialmente en el moral, intentándonos hacer creer que esta forma
criminal de enriquecerse nos beneficiaba a todos.
En este período se empieza a observar
un fenómeno extraño: a pesar de que muchas empresas ganan cada vez
más, los salarios de sus empleados no suben en consonancia con esos
resultados. Se comienza a venera al becerro de oro de la
competitividad, sustentada en exclusiva en la productividad del
trabajador (que parece ser el causante de todos los males de este
mundo y de parte de los de Marte).
A estos hechos se pueden unir otros
como la manipulación, deliberada a todas luces, del funcionamiento
del sistema económico por parte de los medios de comunicación, que
no de información, encargados de mostrar al ciudadano una
distorsionada realidad, que, de manera nada casual, favorecía a los
intereses de los dueños del gran capital.
Como es bien sabido todo este castillo de naipes se derrumbó en apenas dos décadas, aunque existieron avisos muy serios de lo que podía ocurrir en diversos países y en diversos momentos de este período de capitalismo exultante, e insultante. Cuando se vino abajo, con gran estrépito y daño, todo se demostró una falacia, pero los causantes de todo ello no dieron su brazo a torcer. Tras un primer período de silencio volvieron a subirse a sus monturas y pretenden seguir llevando las riendas de la batalla contra la estafa, ellos lo llaman crisis, que han creado. Para ello siguen criminalizando al trabajador, quitando derechos al ciudadano, al que llegan a culparle de haber vivido por encima de sus posibilidades, y, por supuesto, siguen lanzando ideas alternativas, ahora toca el turno de los emprendedores, carentes de rigor científico alguno, cuyo única finalidad es responsabilizar al ciudadano de su situación. Sin embargo algo no ha variado: la defensa de los poseedores, o gestores, de los grandes capitales. Resulta aterrador que ideas criminales como empobrecer a cada vez más ciudadanos puedan corearse a los cuatro vientos sin pudor alguno. Ellos lo llaman competitividad, pero siempre lo basan en lo mismo: en rebajar los sueldos de los trabajadores. Sin embargo nunca se han planteado recortar las ganancias de las empresas para conseguir ese mismo precio final del producto. Aspecto éste que tendría una gran ventaja, pues permitiría que los trabajadores pudiesen adquirir más bienes, lo que generaría más negocio para esos empresarios. Al final los beneficios serían los mismos, o muy similares, ganando algo menos por cada producto vendido.
Esos mismos teóricos del genocidio económico no siente vergüenza alguna al defender a los defraudadores, especialmente a los grandes defraudadores, justificando su latrocinio en función de unos supuestos altísimos impuestos. Incluso algún personaje ha escrito alguna vez en este blog justificando el fraude de dichos ladrones. ¡Ah! y todo ello en función de su derecho a la libertad. Este argumento, tan estúpido como superficial, se desmonta de manera muy sencilla: A mi me caen como el culo los políticos ineptos del P.P. que nos gobiernan. De igual manera me caen rematadamente los fanáticos seguidores peperos que son capaces de justificar todo y de agredir a un tipo (familiar de unas personas a las cuales conozco personalmente) en las fiestas de Leganés por repartir folletos denunciando la concesión de las casetas de ferias. De igual manera me resultan detestables los políticos corruptos. Por todo ello, y apelando a mi libertad, deseo que todos los politicos peperos y sus fans ultramontanos desaparezcan de este país. ¿Cómo? ¿La Constitución ampara que estos tipos detenten, y ostenten, el poder? ¡Coño, la misma ley que habla de impuestos justos y progresivo! Pero, siguiendo la lógica de los neoliberales, fascistas absurdos, estos tipos quebrantan mi libertad. ¡Quiero que respeten mi libertad!
En el fondo todo el cuerpo doctrinal que han montado se basa en los mismo: los grandes poseedores del capital, o sus gestores, tienen carta blanca para hacer cualquier cosa. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos son culpable de... de..., de no ser poseedores del capital, o de no gestionarlo.
No hace falta poseer una gran inteligencia para ser conscientes de que todo se arregla con un reparto de la riqueza más equitativo (el ejemplo de los salarios, anteriormente expuesto, lo ilustra a la perfección). El resto de las bobadas doctrinarias de los pendejos que defienden los derechos de los más ricos sólo son justificaciones para unas conductas por las que algún día deberían ser jugados por crímenes contra la humanidad.
Un saludo.
2 comentarios:
pues si, pero recalcar que no es que hayan equivocado en ningún momento, todo ha sucedido como se había previsto, por eso ahora los ricos son más ricos y los pobres más pobres, todo lo demás es una cortina de humo para enmascarar esto.
Saludos.
Hola Piedra.
En efecto, no existe error alguno. Su intención es volver al siglo XIX, o a tiempos aún anteriores.
Un saludo.
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