martes, 18 de octubre de 2016

EN ESTE MOMENTO DEL CAMINO

He hecho un listado de cosas que me gustaría hacer y de las que, casi con total seguridad, voy a disfrutar. Se trata de un batiburrillo compuesto por viajes, sentimientos, necesidad de moverse, comidas... En definitiva, un estilo de vida. No se trata de perseguir con vehemencia cumplir los objetivos, constituiría un error. La idea es sentir la necesidad de hacer, de ver, de paladear, de sentir, aprovechando la ocasión que surja para llevarlo a cabo. Hace tiempo deje de moverme en pos de un objetivo con las orejeras puestas. Lo bueno, y por supuesto lo malo, aparece en muchos casos sin necesidad de excesiva planificación. 


A lo mejor todo se debe al aprendizaje surgido de la experiencia. Tal vez todo se deba a una especie de economía emocional, y puede que física. La vida te va enseñando que poner una fecha determinada resulta absurdo. Miles de circunstancias pueden modificar, incluso de manera positiva, toda la estructuración previa a la consecución del objetivo propuesto. Esta situación puede generar desilusiones, de mayor o menor enjundia, que en nada bueno suelen acabar. Al viento no se le invoca, se le disfruta cuando te acaricia la cara. 


Creo que cada día vivo en un paradoja mayor: soy más tolerante y menos tolerante. Desde hace un tiempo me importa una higa cierta forma de pensar y afrontar el mundo. No debo juzgar a quien no me ha lastimado, ni pretende hacerlo. Me da igual que alguien vea Gran Hermano, vote al P.P. o al P.S.O.E. (que, en el fondo, es lo mismo), se opere la cara... Allá cada cual con su cosas. Sin embargo, cada día me resulta más insoportable aquella gente que se empeña en imponer a los demás sus teorías implícitas, por tanto carentes de fundamento, que poco o nada tienen que ver con la realidad de las cosas. Me molesta sobremanera porque no sólo resultado osado, también muestra una forma de entender las relaciones entre seres humanos: importa más lo que se piensa que los actos de quien se tiene en frente. 


Me encanta estar con ciertas personas, me siento encerrado en una burbuja de confort y sólo es necesario dejarse llevar. Por contra, existen individuos, que dicen pertenecer a la especie humana, cuya finalidad en este planeta es tocar los cojones sobremanera. Alguien me decía hace unos días de una tiparraca de ese calaña que no debía ser feliz. Mi respuesta resultó rápida y concisa: "Me da igual". A ciertas edades las buenas relaciones pueden considerarse una de las cosas más maravillosas. En sentido contrario, la gente que se dedica a fustigar a la gente de su entorno no merece ni un segundo de mi tiempo. A veces resulta necesario rozar con alguien así, pero cuando desaparece la necesidad, suele desaparecer la huella de cualquier miembro de esa estirpe. Así de sencillo. 


Con el paso de los años considero que las grandes estructuras resultan una farsa, mientras que en lo pequeño: la amistad, la conversación, un paseo... reside la auténtica verdad de las cosas. Podría extenderme sobre este punto, pero no considero que exista la necesidad. El planteamiento lo resume todo.


Le decía a alguien hace unos días que el que suscribe quería hacer un viaje a un par de sitios. Mi interlocutor me respondió que él prefería destinar ese dinero a cubrir sus necesidades materiales menos necesarias, que sé no resultan muchas,  con productos de calidad. Ante su respuesta me planteé cuales eran mis necesidades materiales y llegué a la conclusión que las mismas que él, o muy parecidas, pero no me gasto tanto dinero en ellas, prefiero dejar una parte para viajes. Al final, queda claro, ambos consumimos cosas, lo que varía es el porcentaje que destinamos a cada cuestión. No, mi amigo no es más consumista que yo, sólo tiene otras expectativas, muy respetables, por cierto. 


He escuchado varias veces que vivir sin creer en Dios puede considerarse algo muy cómodo. Por supuesto esta aseveración la hacen los creyentes. No sé en que basan para plantearlo, pero me da igual. Lo que sí deseo decir es que, desde mi punto de vista, no creer en deidad alguna, como en mi caso, puede llegar a resultar menos cómodo; sobre todo si piensas que de equivocarte en tu modo de vida no vas a tener una segunda oportunidad, ni un cielo, sólo tierra y olvido.


Un nivel alto de autoexigencia, tanto en lo que se espera moralmente de uno y de los demás, como en la vida cotidiana, puede convertirse en una espiral que deshumaniza. Debe existir una cierta laxitud que ayude a comprender todo lo que rodea y, sobre todo, a poder convivir en cierta armonía con el entorno. No se trata de pasar de todo. Más bien hablamos de una economía de medios (de nuevo): sólo se han de apostar sin reservas por las pocas cosas, y personas, que en realidad resultan importantes.

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