sábado, 19 de noviembre de 2011

EL SILENCIO ATRONADOR DE LA TRANQUILIDAD

Cuando hace unos días, alguna semana, traté el caso del niño con "dislexia" recuerdo que una de las cuestiones que aparecían en mi mente de manera continua era la tranquilidad. Tranquilidad para hacer; tranquilidad para aprender; tranquilidad para madurar. En definitiva: tranquilidad para vivir, tranquilidad para ser. 
Como el lector habrá comprendido no me refiero, en exclusiva, al niño catalogado con ese trastorno de la escritura, ni mucho menos. La tranquilidad a la que me refiero, que recurrentemente aparece con forma de demanda imperativa en mi, se plantea como una necesidad en todos y cada uno de nosotros en algún momento de nuestras vidas. El estilo de vida que muchos de nosotros tenemos, a veces nos lo autoinflingimos, que nos arrastra de manera silenciosa y continua hacia el siguiente paso, sin haber degustado el paso actual, se convierte en un sinsentido rutinario y, a veces, peligroso para nuestra salud mental.
Una de las cuestiones que nos ha robado la actual forma de ver el mundo es nuestro tiempo. La perspectiva mercantilista/consumista (más dinero tienes/más puedes consumir) en la que vivimos envueltos, de manera voluntaria o involuntaria, sólo nos deja ojos para ganar dinero, usar rápido y tirar o arrinconar el producto, volviéndose a repetir la dinámica todas las veces que estemos dispuestos a aceptarlo. ¿Para qué? Para tener más que el de al lado o lo último en tecnología, aunque no seamos capaces de sacar ni una cuarta parte de partido posible a tal virguería electrónica. O lo que es lo mismo: para acaparar sin otra perspectiva que la de acaparar lo que las autoridades de lo cool nos vendan como acaparable.
Para nadie es un secreto que hay que trabajar (aquelque pueda) para poder adquirir el último artilugio, el coche más chachi o la ropa de marca mas guay y a veces se deben pencar muchas horas, tantas que en muchas ocasiones días enteros de la semana parecen creados exclusivamente para inmolarlos al dios trabajo, perdiendo parte de nuestra vida en ello. Esas  horas extras, ese sábado o domingo bien pagado (a veces el empresario o la multinacional te obligan, pero en otros casos es voluntad del currito) permiten adquirir el Jandeclander X3, que te da un masaje que se caga la perra y que dentro de un mes estará arrinconado en cualquier lugar, porque la perra, de tanto cagar, ya tiene diarrea.
Antes de seguir me gustaría una aclaración que considero necesaria. Tal vez ciertos lectores, con razón, me maldecirán por escribir sobre trabajo , "ese bendito tesoro",de una manera tan frívola. ¡Con la que esa cayendo! Mi inconsciencia no llega al extremo de obviar que existen millones de conciudadanos sufriendo por la imposibilidad de encontrar trabajo. Pero uno lo que pretende, más que hablar de la situación económica actual, es disertar sobre estilos de vida imperantes, elegidos o no, y la tendencia pretérita, presente y futura que las élites gobernantes, tanto económica como políticamente, nos presentan como la mejor de las mejores. Realizada esta aclaración seguiré tratando, con mejor o peor fortuna, el tema que nos ocupa hoy.
Creo que nos quedamos, antes del inciso, en la diarrea de la perra y el ansia de consumir, mucho y rápido, sin disfrutar en muchos casos del producto adquirido con el frenesí del niño que se le antoja algo y lucha por conseguirlo con todas sus fuerzas.
Muy probablemente ese ansia acaparadora de productos que pierden su atractivo en muy poco tiempo, sea lo que mejor defina aquello que no es la tranquilidad de la que hablábamos al principio. El proceso que concluye con el olvido del cacharro en cuestión está jalonado de prisas, tiempos tasados,  largos desplazamientos, momentos de espera en caravanas, colas... y un postrero desinterés, que en muchas ocasiones surge con una rapidez pasmosa. En definitiva: el proceso se convierte en el protagonista, no siendo tan importante el momento y el disfrute calmo del objetivo una vez conseguido, como todo lo que conlleva su posesión.
Sin embargo, uno que tiene períodos de su vida plenos de ansiedad , ha comprendido, aunque en determinadas ocasiones cueste ponerlo en práctica,  que es precisamente el proceso, el momento, lo que se ha de disfrutar y, por qué no, guardarlo en la memoria asociado al disfrute que generó en su momento (a veces pienso que hasta los recuerdos parecen estar tasados y sólo se asocian a acontecimientos presuntamente trascendentales, cuando lo idóneo sería que una parte de nuestras vivencias, las asociadas al placer, a la tranquilidad, fueran parte del bagaje que constituyera nuestra memoria y que al rescatarlas de ese lugar se dibujara una sonrisa, de mayor o menor calado, en función de la importancia o del bienestar de dicho acto pasado). Las pequeñas, o grandes, cosas, los pequeños, o grandes, momentos y, sobre todo, la forma que tengamos de vivirlos, de hacerlos nuestros, conforman todo aquello a lo que podemos aspirar. La tranquilidad para deleitarse con la mirada de tu pareja o de tu hijo; el placer de una conversación, posiblemente intrascendente; un paseo por el campo o por una ciudad conocida pero paladeada con detenimiento; una maravillosa comida o, por qué no, ese programa de la televisión que tanto nos gusta, todo, de una u otra forma necesita de esa calma, de esa tranquilidad que nos podemos otorgar y que constituye el mejor premio, el mejor regalo que podemos alcanzar, pues, en el fondo, esa tranquilidad, ese bienestar es saber estar con nosotros mismos y disfrutar de todo aquello que nos rodea, integrándolo en nosotros mismos tras haber explorado sin movernos cada esquina, cada recoveco, cada claro y cada umbría.
Reconozco que en el fondo toda la entrada se podía haber resumido en algo como ésto: parar,  buscar momentos de tranquilidad, cuantos más mejor,  encontrarse a uno mismo disfrutando de lo que se hace, es infinitamente más satisfactorio que cualquier premio material que nos podamos conceder. Es más este premio material, a veces tan deseado, de nada sirve si no se dispone de ese período de paz y tranquilidad que te permita disfrutar de él.
Yo estoy aprendiendo que lo más inteligente que puedo hacer por mi es, cuando se puede, buscar esa tranquilidad, ese disfrute de las cosas, por muy nimias que sean, y tras ello, invariablamente, encuentro varios días en los que me siento bien, a gusto conmigo y, por ende, con los y lo que me rodea. Tal vez ahí radique todo el secreto de ser: en tener tiempo para ser.
Un saludo.

No hay comentarios: