domingo, 25 de diciembre de 2011

RELATOS CORTOS

Durante muchos años la había deseado y, tras el fallecimiento de sus respectivos cónyuges, ocurrió. Ella, frente a él, totalmente desnuda, se le ofrecía tan apetecible como en el mejor de sus reiterados sueños. Él, tras acariciar ese cuerpo, intentó saciar su ansia penetrando en ese infinito oscuro que era su vagina. Sin embargo la realidad se presentó sin tapujos: hacía años que su miembro no respondía a esos envites. En ese momento, mientras una lágrima se deslizaba sigilosa por su mejilla, comprendió que debía haber luchado con todas sus consecuencias por aquella mujer que ahora le miraba confundida.

Recibió el regalo y, tras abrirlo, sonrió, como todos los años. Jamás pudo comprender por qué su suegra le obsequiaba todos los años con una corbata en esas fechas, sobre todo sabiendo que aún le quedaba la mitad de su condena por cumplir, doce años.

No daba crédito a la terrible estampa que contemplaba. Toda la escena parecía haber sido colocada sobre el rojo que servía de fondo, sobre el que  los cuerpos inertes de sus ayudantes yacían de cualquier  manera desperdigados azarosamente en el suelo del hasta hace poco ruidoso taller. Parecía como si una maldición se hubiese abatido sobre el ahora silencioso y tétrico lugar. Nunca lamentará lo suficiente haber partido a repartir los regalos sin haber prestado la más mínima atención a la petición de unos días de descanso de aquel apocado elfo.

Murió el líder de aquella manada de homínidos nómadas. Todos sabían lo que debían hacer a partir de aquel momento y conforme a ello actuaron. El joven adulto de mayor estatura se convirtió en el nuevo guía del grupo. El resto siguieron obedeciendo.

Una vez acabada la comida del Día de Reyes abandonó la casa de su hijo y con la sonrisa de sus nietos aún en la retina tomó el tren que le habría de devolver a su lugar de origen.  Durante las apenas dos horas que duraba el viaje en aquel moderno y rápido tren recordó una y otra vez la cara de satisfación de sus nietos cuando abrieron los regalos que él les había comprado. Cuando el tren se detuvo, tras un plácido viaje, él se dirigió a las taquillas y abrió una de ellas de donde extrajo una bolsa de viaje no excesivamente limpia. Entró en el servicio donde cambió su vestimenta por otra, bastante más ajada, que sacó de la bolsa, que ahora se llenó con la ropa, cuidadosamente doblada, que había utilizado en el viaje. Al salir de la estación enfiló hacia el albergue de transeúntes, con la esperanza de que aún pudiera dormir allí aquella gélida noche.

Miró a su hijo y comprendió que ese día, el 12 de agosto, también era Navidad. ¡Por fin había recibido el alta hospitalaria tras muchos meses de lucha contra esa cruel enfermedad!

Había recibido, al igual que el resto de sus compañeros que no se encontraban en ese momento de servicio, las felicitaciones que el Alto Mando les envía todos los años por estas fechas por su maravillosa labor humanitaria. Tras ellas disfrutó de una cena especial, que intentaba compensar la lejanía de sus seres queridos. Apenas hubo tiempo tras el brindis  para enfundarse el casco, el chaleco antibalas y ceñirse el correaje del subfusil automático que le acompañaría durante toda la guardia. Debía llevar algo más de media de servicio cuando escuchó un ruido metálico a unos treinta metros de él, pero la oscuridad le impedía ver nada. Con cierto temor gritó hacia el lugar de donde provenía el sonido, demandando que la identificación de aquel que lo generaba. El ruido, ahora intermitente, seguía frente a él y ninguna voz rompió la oscuridad, para reclamar la autoría del mismo. Armó su subfusil y volvió  a demandar una identificación. Nada. Sin embargo él tenía la certeza de que alguien se encontraba allí, protegido por la oscuridad impenetrable. Apoyó la culata de su arma en su hombro derecho y, creer escuhar que alguien se acercaba riéndo,  acompañó con el dedo anular al gatillo hacia atrás. La noche devolvió, justo tras el sonido seco de los disparos, un grito desgarrado de dolor. Con precaución se acercó hacia la fuente del sonido y descubrió a un adolescente, casi un niño, agonizando entre los cubos donde los cocineros del destacamento arrojaban  la comida elaborada que no se consumía en el acuartelamiento.

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