martes, 3 de julio de 2012

VIAJE EN TREN

El viernes realicé, tras varios años, un viaje en tren que resultó gratificante, a pesar de la más de media hora de retraso que acumuló el viejo modelo ferroviario que utilicé para tal fin.
Debo reconocer que la anterior vez que utilicé tal medio de transporte tuvo un contenido iniciático para mi hijo, que, a lo sumo, había montado en modernos trenes de cercanías del área metropolitana de Madrid. Los ferrocarriles de vía estrecha, desfilando entre sendas, casi grutas, tomadas por una vegetación exuberante, supusieron una introducción para mi pequeño a un mundo de pequeñas estaciones que había que frecuentar por obligación. Las pausadas velocidades de los viejos aparatos y el continuo ir y venir de personas en el vagón añadieron algo nuevo al acerbo vital de ese pequeño que se empapa del mundo que le rodea de una manera necesaria para alimentar su sed de vivir todo lo nuevo.
Pero esta entrada poco tiene que ver con las experiencias de mi hijo. Mi deseo dista bastante de ello y se acerca más a la necesidad de hacer una pequeña reseña que se ubicaría en el género de los viajes, pequeño, pero viaje al fin y al cabo. Espero saber captar la atención del amable lector.
Cuando tomé sitió en el asiento del vetusto vagón pude descubrir, no sin cierto fastidio, buscaba  tranquilidad y un cierto aislamiento, como una persona joven vociferaba, anunciando, en un principio, que Franco había muerto. Por un momento no pude evitar sumergirme en el mundo machadiano, al que siempre he relacionado con viajes en tren por mi amada Castilla y con ese loco que vociferaba, uno de mis poemas favoritos del autor sevillano. Pero ese acceso de nostalgia lo diluí en las páginas de las dos revistas de historia que había adquirido para amenizar el viaje.
Los primeros momentos del trayecto se completaron con artículos sobre la Revolución Francesa, personajes del régimen nazi y alguna mención al descubrimiento de los números, que se aderezaban con frases incoherentes del citado joven, que parecía haber abusado de diversas sustancias, intuyo que no sólo de alcohol. A este carrusel se sumaban personas que accedían, en pequeño número, al tren en cada una de las paradas que realizaba el arcaico ingenio ferroviario. 
La novedad llegó cuando realizamos un alto en la primera población medianamente grande del trayecto. El revisor obligó al vociferante individuo a apearse, bajo amenaza de llamar a la Guardia Civil del pueblo, cosa que realizó. Con no mucha celeridad el desconocido descendió las escaleras y desde el andén preguntaba al revisor sobre lo siguiente que debía hacer. La indicación que recibió por parte del responsable del tren fue que esperara, que en breve llegaría la Benemérita y se haría cargo de él. Esta escena ocurrió unos segundos antes de que las puertas del convoy se cerraran y siguiéramos la marcha. 
Los ocupantes del vagón comentaron, brevemente, el incidente, mientras la locomotora se afanaba por conseguir una mayor velocidad que permitiera llegar al tren a su destino con un margen de retraso aceptable.
El descubridor de los tesoros de ciudad de Ur y algún pintor desfilaban por mi mente, una vez recuperada la normalidad, que hasta ese momento nunca conocí. De repente fui consciente de que durante el viaje no había mirado en otra dirección distinta que no fuese la que conducía a aquellas revistas plagadas de fotos y textos que hablaban del pasado, olvidándome de recabar el presente a través de aquellos ventanales que se encontraban a derecha e izquierda. Y allí estaba. El paisaje estival de mi Castilla, tanta veces conocido, trasladado unos cuantos cientos del kilómetros al sur. Aunque en un principio cepas, olivos y algunas higueras se alternaban con campos de cereal, ya recogido, con el paso de los kilómetros las higueras se convertían en recuerdo, como la del tipo que vociferaba, los olivos iban cediendo protagonismo a las hojas de barbecho y las vides escaseaban cada vez más. Todo era un manto amarillo, roto por tierras sin roturar, que, intuyo, descansaban en espera de adquirir el próximo año esa tonalidad de estío castellano.
El tren se hundía y resurgía de la trinchera que suponía su senda y que ora permitía ver la infinitud de cereal ora se sumergía entre paredes de tierra laterales que marcaban el camino a seguir. Entre todo este traqueteo surgían estaciones desvencijadas, que en algún momento debieron servir para esperar y para llegar, hoy sólo viejas naves abandonadas. 
Nuevo alto en el camino. Nuevas personas. Una de ellas intenta ocupar el sitio del viajero apeado a la fuerza y se encuentra restos del mismo: dos prendas de ropa, un envase de vino y algún resto de comida. Con diligencia se afana en hacer desaparecer las últimas huellas del antiguo ocupante del asiento y toma posesión del mismo. Un anciano se ofrece a explicar la causa de tal desbarajuste, siendo interrumpido abruptamente cuando alega que el extraño pasajero seguramente era un militar. Desde el fondo del vagón un hombre, que se identifica como profesional de la milicia, lo niega, dejando entrever, con deje de orgullo y desdén hacia la persona que intenta poner en situación al nuevo ocupante del vagón, que jamás un soldado se comportaría de aquella manera. Esta aseveración crea un silencio gélido que se disuelve a medida que el tren va avanzando entre los campos agostados cada vez con mayor velocidad.
Amarillo de pan y marrón de descanso que proporcionará más pan a derecha e izquierda. Campos infinitos sólo rotos por minúsculas lomas. Líneas infinitas de cereal ya en silos, salpicados de alpacas dispersas y de caminos creados por cosechadoras trajinado. Como un oasis, chopos arracimados indican la presencia de riachuelos, con agua o sin ella, en ese mar de calor mesetario.
El anciano que antes tuvo a bien intervenir para intentar explicar la causa del desorden en aquellos asientos, ahora ha entablado conversación con dos chavales jóvenes. Una conversación insustancial, para matar el tiempo hasta el destino. Sin embargo, durante un momento la conversación gira en torno a la emigración, a la suya por el interior del país, y a la del abuelo de uno de los muchachos que hablan con él, ésta a Alemania. Unas horas después de este diálogo pienso que posiblemente alguno de los nietos del hombre que hubo de irse al país germano hagan el mismo recorrido, motivado por las mismas circunstancias: la falta de trabajo.
Lo que en un principio era una intuición con el paso de los kilómetros se convierte en realidad: cosechadores afanándose en recoger la mies se convierten en una visión relativamente frecuente. El cereal ya ha alcanzado un grado de madurez apropiado por aquellos lares y es menester recogerlo. ¿Dónde quedarán las cuadrillas que se encargaban, a mano, de realizar esas labores? Posiblemente en el mismo lugar que esos silos que parecían escoltar nuestro paso en viejas estaciones, en el olvido. 
El paisaje, de manera progresiva, se humaniza. Casas pareadas, todas distintas, todas iguales, empiezan a constituir un elemento esencial de lo que la vista alcanza a ver. Un nuevo pueblo. Una nueva parada. Una nueva puesta en marcha de todo el convoy. Un nuevo paisaje, donde casas, de reciente construcción, se asientan sobre secarrales, que no ha mucho debieron ser campos de cereal. La urbanización salvajemente pergeñada ya no me abandonará hasta llegar a mi destino. El campo, aún existente, parece ser un salvaje que lucha de manera desaforada por conservar sus señas de identidad, que sabe va a perder ante ese monstruo que es la gran ciudad. 
Sumergido en esos pensamientos reconozco algunas calles y sé que debo bajar mi equipaje de la balda superior del vagón. Ahora sólo pienso en ver a mi pareja y a mi hijo.

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