Tras varios años sin verse al fin acudió a su casa para visitarle. Encontró a su padre bastante envejecido. Sus movimientos eran lentos y torpes y de su habla parecía escaparse el aire necesario para completar las frases. Hacía más de treinta años que su conviviencia se había convertido en una montaña rusa de afecto y discusiones, que degeneraban en largos períodos en los que ambos se ignoraban de todas las formas posibles. Ahora se encontraba frente a él, su padre,sentía lástima, o algo parecido. A sus setenta y muchos años nadie compartía su día a día con él. Su mujer, su madre, con la que discutía con harta frecuencia, había fallecido hacía más de una década. Sú único hijo, él, había estado asusente de su vida, de manera voluntaria, durante varios años. Por desgracia no había sido capaz de darle nietos a aquel anciano, que parecía concentrar toda la fatiga de la casa en su persona. En verdad sentía lástima por él, por su padre, que debía vivir emparedado entre muros de soledad.
Por fortuna, esa Nochebuena había decidido ir a visitarle y compartir esa noche tan especial con su padre, con la sangre que generó su sangre. Se sentía pletórico por lo acertado de su acción y su buen hacer. A pesar de los roces era su padre y no merecía pasar sólo aquel momento del año tan especial.
En ese mismo instante le atravesó una sensación dolorosa que acompañaba a aquel pensamiento surgido de improviso. Sintió una punzada gélida que, cosa curiosa, le abrasaba todo el cuerpo, paralizándole. Acababa de caer en la cuenta de que él, divorciado hace algo más de un año, tampoco tenía a nadie, que no fuera su padre, con quien pasar la Nochebuena.
Levantó la copa para brindar con su familia por el nuevo año. Durante casi seis meses había estado en aquel país asiático cumpliendo con su obligación de militar. Si al hecho de que la misión de paz había constituido un éxito, como reflejaban todos los medios de comunicación, unimos el reciente reencuentro con la familia todo parecía fluir en la dirección correcta y su sonrisa así parecía indicarlo. Sin embargo, ahora que brindaba por el futuro, no podía borrar de su mente los ojos de aquel hombre al que había disparado en defensa propia, así rezaba en los informes, al que había visto agonizar en brazos de su mujer durante aquellos interminables minutos.
Levantó la copa para brindar con su familia por el nuevo año. Durante casi seis meses había estado en aquel país asiático cumpliendo con su obligación de militar. Si al hecho de que la misión de paz había constituido un éxito, como reflejaban todos los medios de comunicación, unimos el reciente reencuentro con la familia todo parecía fluir en la dirección correcta y su sonrisa así parecía indicarlo. Sin embargo, ahora que brindaba por el futuro, no podía borrar de su mente los ojos de aquel hombre al que había disparado en defensa propia, así rezaba en los informes, al que había visto agonizar en brazos de su mujer durante aquellos interminables minutos.
Renunció a su bien remunerado trabajo, a su lujoso coche, a su céntrico piso y convenció a su mujer de que la vida en el mundo rural constituía la esencia de la vida y lo único que merecía la pena. No se dio cuenta, hasta año y medio después de mudarse todos a aquel pequeño pueblo, de que llevaba varios años inmerso en una depresión.
Cuando se enteró de la noticia alabó el valor de aquella mujer, que había descerrajado todo el cargardor de la pistola sobre su presunto agresor. Al día siguiente, cuando la misma presentadora apuntó que el agresor iba desarmado, las loas de hacía unas horas no parecían justificadas. Dos días después, en la página impar de un periódico, ocupando un pequeño espacio, los datos del suceso aparecían descritos en su totalidad: "Un hombre sordomudo se dirigió gesticulando a la mujer con la intención de solicitar información sobre el autobús que estaba esperando. La mujer, asustada por los gestos del hombre, no dudó ni un segundo en sacar su arma y vaciar el cargador en aquel extraño".
- Había ayudado a morir a decenas de ancianos, evitandoles un sufrimiento innecesario. Una pequeña dosis de la sustancia adecuada había facilitado el tránsito de aquellas personas, cuyo único deseo era acabar en paz y con el menor dolor posible. Ahora, cuando ella se encontraba en el zaguán de la muerte, su tránsito estaba resultando especialmente duro y el sufrimiento físico, en determinadas ocasiones, llenaba todo su ser. De nada le servía aquella religiosa, que dirigía el hospital donde se encontraba, que una y otra vez insistía en que la fe en su Dios la ayudaría a mitigar el dolor que sufría. En ese momento comprendió que su Dios tenía la forma de una jeringuilla que contuviera la dosis justa de la sustancia que tantas veces había usado con otras personas.
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