Esta entrada me la voy a dedicar a mi, siento la necesidad de hacerlo y de compartir algunos de los peores momentos de mi vida. Vaya por delante que no busco compasión ni martirizar al lector con una lúgubre historia. En esta líneas no se encontrarán detalles escabrosos ni anécdotas sobrecogedoras, lo que intentaré describir se ceñirá a impresiones, por tanto subjetivas, acompañadas de algunos hechos objetivos, que ayudaran a comprender, eso espero, aquello por lo que he pasado, digo bien, pasado.
Hace, aproximadamente, un año y medio, el primer sábado de octubre de 2009, amanecí con dolor de cabeza y un soberano mareo, que atribuí a un catarro o una gripe que, pensaba, me había transmitido mi hijo (no sería la primera vez ni la última). El dolor de cabeza y la sensación de mareo fueron aumentando con el paso de los días, comprobando que, por desgracia, no se trataba del primer resfriado del año.
No voy a narrar el periplo que seguí durante los siguientes meses, baste decir que fui operado de una presunta dolencia, que no resultó ser tal, mientras los síntomas seguían campando a sus anchas. A estos padecimientos, las cefaleas se hicieron insoportables, hasta tal punto que alguna vez me provocaron vómitos, se unió la sensación de hambre, la necesidad de comer en cualquier momento del día, observando incrédulo como ese aumento de la ingesta se acompañaba de la pérdida de peso (lo cual no me tomé mal, necesitaba peso).
Tras unos meses, al fin, alguien diagnosticó correctamente mi problema, cefalea tensional (debo reconocer que fue un neurólogo al que conocía mi pareja, por haber trabajado en un proyecto junto a él, y que utilizamos esta situación para ser recibidos sin listas de espera). Me recetó un antidepresivo que empezó a dar ciertos resultados, los dolores no eran tan incapacitantes, aunque seguían estando presentes. Aún así y todo la vida era un pequeño infierno de dolores, mareos y ataques de ansiedad. Baste apuntar, a modo de ejemplo, que ir a la panadería, unos 5 minutos andando, muchos días se convertía en una odisea, debido a los dolores y, sobre todo, a los mareos. Un mes después, por circunstancias que no vienen al caso, me puse en manos de un psiquiatra, que, casualmente, trabaja en el mismo centro que mi pareja. El diagnóstico de cefalea tensional se completó con el de trastorno mixto ansioso-depresivo. Al anterior antidepresivo, ésta vez tomado en mayor cantidad, se le unió un relajante muscular en una dosis que me dejaba medio zombie (como anécdota contaré que mi cuñada lo ésta tomando para unos dolores musculares y, consumiendo la mitad de la dosis que me prescribieron a mi, tras su ingesta nocturna, si se cae la casa encima no se entera) . Sin embargo, la cosa mejoraba, aún sin solucionar todas mis molestias.
Hasta aquí la parte de búsqueda del porqué a todos mis dolores físicos. Evidentemente, subyacía un problema psíquico, que había que abordar. Pero no me adelantaré a los hechos. Por cierto, fue en estos meses donde me arranqué como bloguero, tenía mucho tiempo libre, estaba de baja, y necesitaba relacionarme con el mundo de alguna manera.
Tras poner nombre y apellidos a mi patología entré en una nueva fase, consistente en dejarme llevar, esperando que la medicación, por si sola, mi estado.
A la par, empecé a comprender ciertas conductas, comportamientos o reacciones ante sucesos cotidianos y, en muchos casos, intrascendentes. Si bien había observado hacía tiempo que una o dos cervezas, o un cubata, mejoraban mi estado de ánimo sobremanera (quiero aclarar que no soy alcohólico, puedo prescindir, y lo hago, durante semanas enteras, sin mayor problema, aunque no hago ascos a una cubatada o una buena botella de vino), lo achaqué a que esos momentos, los del cubata del sábado, o la cerveza veraniega en una terraza, mi ritmo de vida, como el de mi pareja, era muy estresante, horarios del niño, del trabajo... (posteriormente averigüé que este hecho puede ser un síntoma indicador de una depresión). Pero, a medida que el tiempo para pensar abundaba, descubrí que hacía tiempo que no disfrutaba de mi hijo, de mi pareja (el indicador más claro era que me retiraba inmediatamente cuando me abraza, no por falta de necesidad o de afecto, más bien por no parar, por considerarlo no una necesidad afectiva si no una pérdida de tiempo ante todo los que restaba por hacer y que debía ser realizado inmediatamente). Asocié también a la patología un extraño comportamiento que había observado en mi desde hacía tiempo: cuando iba al cine o al teatro el reloj era mi compañero, necesitaba saber cuanto restaba para el final de la película o de la obra de teatro (esto mismo me ocurría cuando veíamos una película en casa, el reloj del DVD era necesario para mi). También comprendí porque rehuía conocer gente nueva, mejor dicho, estrechar lazos con esa gente, o quedar con amigos o conocidos Éstos, y otros síntomas, por ejemplo, la irascibilidad que sentía al hacer cola en la panadería, la frutería o la carnicería, que fui descubriendo cuando pusieron nombre a la enfermedad, desnudaron la realidad que había creado, de manera no consciente, y que me había arrastrado a la situación que estoy narrando. Analizado friamente, lo mejor que me pudo pasar ocurrió cuando las cefaleas y los mareos indicaron que algo iba mal, algo que llevaba mal mucho tiempo y que formaba parte de mi. A esta problemática la denominé, plagiando a Zafón, mi araña negra. Realmente, algo se había adueñado de mi y me impelía a no ser yo, a veces pienso que a no ser persona.
Sumido en este estado acontecieron dos cosas determinantes, ambas relacionadas con dos psicólogas. El psiquiatra, persona que además de recetar todo tipo de fármacos cree en terapias psicológicas, gracias a Dios, me invitó, tras una mejora en los dolores y mareos, a acudir a una profesional de la psicología que, mediante terapia cognitivo-conductual, me ayudó a comprender buena parte de lo que me pasaba y como abordarlo. Pero antes de todo ésto apareció otra persona, mi amiga y sin embargo compañera y jefa, Josefina, también psicóloga, que en una charla distendida (su preocupación durante todo este período fue como amiga, lo cual agradezco mucho) me formuló lo siguiente pregunta: "¿qué expectativas tienes?", refiriéndose a lo que estaba viviendo. Mi respuesta fue clara: "estoy en manos de las medicinas". Sin embargo, esa pregunta consiguió que me cuestionase el estado de las cosas. Gracias a ella, comprendí que todo lo que me ocurría sólo se solucionaría de una manera, enfrentándome a ello. Aunque aún no supiera como hacerlo, eso llego posteriormente, mi perspectiva había cambiado, yo debía ser el protagonista, el motor, del cambio, los medicamentos eran una barrera contra el sufrimiento físico, no la solución final.
Me gustaría hacer un pequeño inciso. Durante todo este tiempo recibí bastante apoyo de amigos y conocidos, lo cual agradezco en el alma, aunque, con el tiempo, pude comprobar que hablar continuamente de mi enfermedad no me ayudaba en exceso, más bien al contrario. También desearía reconocer que un buen psicólogo, compañero de trabajo de mi pareja y conocido con anterioridad, se ofreció, gratuitamente, a ayudarme, pero rehusé, no por pensar que no fuera capaz, creo que todo lo contrario, sino por considerar que no tendría la suficiente confianza para contar ciertas cosas a una persona, relativamente, conocida.
Volvamos al relato cronológico. Cuando el psiquiatra me derivó a la psicóloga, ya comprendía que la solución estaba en mi interior, no en fármacos milagrosos. El proceso terapéutico dio buenos resultados, considero que con relativa rapidez, comprendí el trasfondo del problema y comencé a sentirme mejor, mucho mejor. En septiembre me reincorporé al trabajo, cambié de puesto trabajo (no podía conducir, y mi destino definitivo se encontraba a más de 30 kilómetros de mi casa), lo que conllevó un nuevo reto, especialmente porque iba a trabajar con un tipo de alumnos con los que no había tenido ningún tipo de experiencia. Resultó, y está resultando, algo muy gratificante, que en cierta forma me está ayudando mucho.
A día de hoy, puedo decir que, aún debiendo utilizar ciertas herramientas aprendidas durante la psicoterapia en determinados momentos y habiendo acudido hace un mes al psiquiatra, pues los dolores de cabeza volvieron, estoy disfrutando de los abrazos de mi pareja y de mi hijo (menos cuando escribo esta entrada y me desconcentran :-) ), disfruto viendo películas, no me importa quedar con gente o me la paso bien hablando con la panadera, el frutero o gente que está esperando, igual que yo, a que les atienda el carnicero.
Si echo la vista atrás sólo veo sufrimiento, mío y él que debía transmitir a mi pareja y a mi hijo, y vacío. Vacío inmenso, de una vida sin ser vivida, sólo importaba hacer una cosa más para abordar la siguiente lo más pronto posible.
Ahora, lo más importante es que he ayudado a que mi hijo aprenda a andar en bici con sólo dos ruedas o la barbacoa que dentro de un rato voy a hacer en mi casa con unos amigos (estoy escribiendo ésto el domingo por la mañana), el resto ha sido un aprendizaje, duro, pero aprendizaje al fin y al cabo.
Un saludo.
Hasta aquí la parte de búsqueda del porqué a todos mis dolores físicos. Evidentemente, subyacía un problema psíquico, que había que abordar. Pero no me adelantaré a los hechos. Por cierto, fue en estos meses donde me arranqué como bloguero, tenía mucho tiempo libre, estaba de baja, y necesitaba relacionarme con el mundo de alguna manera.
Tras poner nombre y apellidos a mi patología entré en una nueva fase, consistente en dejarme llevar, esperando que la medicación, por si sola, mi estado.
A la par, empecé a comprender ciertas conductas, comportamientos o reacciones ante sucesos cotidianos y, en muchos casos, intrascendentes. Si bien había observado hacía tiempo que una o dos cervezas, o un cubata, mejoraban mi estado de ánimo sobremanera (quiero aclarar que no soy alcohólico, puedo prescindir, y lo hago, durante semanas enteras, sin mayor problema, aunque no hago ascos a una cubatada o una buena botella de vino), lo achaqué a que esos momentos, los del cubata del sábado, o la cerveza veraniega en una terraza, mi ritmo de vida, como el de mi pareja, era muy estresante, horarios del niño, del trabajo... (posteriormente averigüé que este hecho puede ser un síntoma indicador de una depresión). Pero, a medida que el tiempo para pensar abundaba, descubrí que hacía tiempo que no disfrutaba de mi hijo, de mi pareja (el indicador más claro era que me retiraba inmediatamente cuando me abraza, no por falta de necesidad o de afecto, más bien por no parar, por considerarlo no una necesidad afectiva si no una pérdida de tiempo ante todo los que restaba por hacer y que debía ser realizado inmediatamente). Asocié también a la patología un extraño comportamiento que había observado en mi desde hacía tiempo: cuando iba al cine o al teatro el reloj era mi compañero, necesitaba saber cuanto restaba para el final de la película o de la obra de teatro (esto mismo me ocurría cuando veíamos una película en casa, el reloj del DVD era necesario para mi). También comprendí porque rehuía conocer gente nueva, mejor dicho, estrechar lazos con esa gente, o quedar con amigos o conocidos Éstos, y otros síntomas, por ejemplo, la irascibilidad que sentía al hacer cola en la panadería, la frutería o la carnicería, que fui descubriendo cuando pusieron nombre a la enfermedad, desnudaron la realidad que había creado, de manera no consciente, y que me había arrastrado a la situación que estoy narrando. Analizado friamente, lo mejor que me pudo pasar ocurrió cuando las cefaleas y los mareos indicaron que algo iba mal, algo que llevaba mal mucho tiempo y que formaba parte de mi. A esta problemática la denominé, plagiando a Zafón, mi araña negra. Realmente, algo se había adueñado de mi y me impelía a no ser yo, a veces pienso que a no ser persona.
Sumido en este estado acontecieron dos cosas determinantes, ambas relacionadas con dos psicólogas. El psiquiatra, persona que además de recetar todo tipo de fármacos cree en terapias psicológicas, gracias a Dios, me invitó, tras una mejora en los dolores y mareos, a acudir a una profesional de la psicología que, mediante terapia cognitivo-conductual, me ayudó a comprender buena parte de lo que me pasaba y como abordarlo. Pero antes de todo ésto apareció otra persona, mi amiga y sin embargo compañera y jefa, Josefina, también psicóloga, que en una charla distendida (su preocupación durante todo este período fue como amiga, lo cual agradezco mucho) me formuló lo siguiente pregunta: "¿qué expectativas tienes?", refiriéndose a lo que estaba viviendo. Mi respuesta fue clara: "estoy en manos de las medicinas". Sin embargo, esa pregunta consiguió que me cuestionase el estado de las cosas. Gracias a ella, comprendí que todo lo que me ocurría sólo se solucionaría de una manera, enfrentándome a ello. Aunque aún no supiera como hacerlo, eso llego posteriormente, mi perspectiva había cambiado, yo debía ser el protagonista, el motor, del cambio, los medicamentos eran una barrera contra el sufrimiento físico, no la solución final.
Me gustaría hacer un pequeño inciso. Durante todo este tiempo recibí bastante apoyo de amigos y conocidos, lo cual agradezco en el alma, aunque, con el tiempo, pude comprobar que hablar continuamente de mi enfermedad no me ayudaba en exceso, más bien al contrario. También desearía reconocer que un buen psicólogo, compañero de trabajo de mi pareja y conocido con anterioridad, se ofreció, gratuitamente, a ayudarme, pero rehusé, no por pensar que no fuera capaz, creo que todo lo contrario, sino por considerar que no tendría la suficiente confianza para contar ciertas cosas a una persona, relativamente, conocida.
Volvamos al relato cronológico. Cuando el psiquiatra me derivó a la psicóloga, ya comprendía que la solución estaba en mi interior, no en fármacos milagrosos. El proceso terapéutico dio buenos resultados, considero que con relativa rapidez, comprendí el trasfondo del problema y comencé a sentirme mejor, mucho mejor. En septiembre me reincorporé al trabajo, cambié de puesto trabajo (no podía conducir, y mi destino definitivo se encontraba a más de 30 kilómetros de mi casa), lo que conllevó un nuevo reto, especialmente porque iba a trabajar con un tipo de alumnos con los que no había tenido ningún tipo de experiencia. Resultó, y está resultando, algo muy gratificante, que en cierta forma me está ayudando mucho.
A día de hoy, puedo decir que, aún debiendo utilizar ciertas herramientas aprendidas durante la psicoterapia en determinados momentos y habiendo acudido hace un mes al psiquiatra, pues los dolores de cabeza volvieron, estoy disfrutando de los abrazos de mi pareja y de mi hijo (menos cuando escribo esta entrada y me desconcentran :-) ), disfruto viendo películas, no me importa quedar con gente o me la paso bien hablando con la panadera, el frutero o gente que está esperando, igual que yo, a que les atienda el carnicero.
Si echo la vista atrás sólo veo sufrimiento, mío y él que debía transmitir a mi pareja y a mi hijo, y vacío. Vacío inmenso, de una vida sin ser vivida, sólo importaba hacer una cosa más para abordar la siguiente lo más pronto posible.
Ahora, lo más importante es que he ayudado a que mi hijo aprenda a andar en bici con sólo dos ruedas o la barbacoa que dentro de un rato voy a hacer en mi casa con unos amigos (estoy escribiendo ésto el domingo por la mañana), el resto ha sido un aprendizaje, duro, pero aprendizaje al fin y al cabo.
Un saludo.
2 comentarios:
Hola Paco, acabo de mandarte un comentario pero no se ha podido publicar, ignoro porque razón.Así que lo hago de nuevo.
Ese extraño mundo de la comunicación tiene a veces estas cosas, poder escribir sin que el destinatario esté al tanto de lo que pueda estar pasando al otro lado de la línea.
Soy de carácter pausado y pensamiento positivo y, a tí, que te conozco a través de la escritura te sé un luchador tenaz y profundo.
Änimo pues Paco, tienes amigos, una pareja con la que compartes ideas y objetivos y un hijo al que ambos tenéis que educar y querer, razones todas ellas que te arropan y te ayudan en todo lo que te precises, pero sobretodo te tienes a tí mismo.
Un abrazo. Carme.
Gracias.
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