jueves, 11 de noviembre de 2010

CHARLES MANSON Y EL BÁLSAMO DE FIERABRÁS

Preparando la entrada de ayer disfruté mucho. Disfruté mucho preparándola y plasmando en el ordenador las ideas que, atropelladamente, habían surgido en mi mente durante las últimas horas. Pero no todo en la vida es placentero y fácil de explicar con palabras, por eso espero que lo que a continuación voy a escribir sea coherente, en la medida de lo posible desapasionado e ilustrativo para el lector.
Para comenzar, creo necesario recordar dos datos autobiográficos, que servirán para situar al nuevo seguidor de este blog y que éste comprenda mejor lo que narraré a continuación. Siento si repito detalles archiconocidos para los seguidores habituales de esta bitácora, pero lo creo necesario. Ahí van los dos datos.
El primero no es otro que la profesión que ejerzo. Este humilde y madrugador bloguero, se gana la vida mediante el ejercicio de la docencia.
En segundo lugar, me gustaría recordar que lo más importante de mi vida es un hijo, que ayer cumplió tres años y medio, y que en septiembre se incorporó al colegio. Atrás quedaron los años de guardería , con el grato recuerdo y cariño de Raquel, Ana, Rocío...
A partir de este momento comenzaré a narrar los hechos, de la forma más objetiva posible, objeto de esta entrada, siguiendo un doble camino, paralelo, en el que intentaré desligar el papel de padre y el de maestro, aunque eso en la vida real no ocurrió, ni creo que ocurrirá nunca. No es fácil aparcar los trastos de matar, menos aún cuando tu hijo está implicado en el asunto.
Mi hijo siempre, salvo muy pequeños períodos, ha llorado cuando le dejábamos en la guarde, pero sabemos que esos episodios le duraban muy poco tiempo, por lo que cuando se incorporó al cole, cuando lloraba al principio no nos pareció extraño. Afortunadamente, antes de concluir el período de adaptación apenas lloraba cuando se quedaba en el centro educativo, lo que nos generó confianza y tranquilidad. Pero, pero todo tornó y, sin motivo aparente, el pequeño comenzó a llorar como una magdalena, ya no sólo durante ciertos momentos, era capaz de llorar durante las cinco horas del período lectivo.Obviamente, su madre y yo empezamos a mosquearnos. Esta forma de actuar del pequeño no nos parecía normal. Debo reconocer que tras las referencias recibidas a través de radio macuto por amigos y conocidos sobre la maestra de nuestro hijo, intuíamos que el problema no radicaba en nuestro hijo. A buen entendedor...
Esta situación, que se prolongaba en el tiempo, nos llevó a actuar y decidimos hablar con la maestra, ya no de manera informal, sino utilizando su hora de tutoría. El que suscribe acudió a la cita, por motivos que no vienen al caso mi pareja no fue, y la impresión que extraje de esa breve charla, no voy a entrar en detalles sonrojantes, fue demoledora. Baste decir que tuve la sensación al final  de dicha entrevista, de que el profesional era yo, pues acabé, a iniciativa de mi interlocutora, proponiendo pautas de actuación. Pautas de actuación que no tenían ningún contenido afectivo, más bien eran de carácter profesional.
La vida siguió y, casi a renglón seguido, la tutora de mi hijo se cogió una baja por enfermedad. Rápidamente, hay que reconocer ese mérito a la administración educativa, enviaron una sustituta. Y se obró el milagro. Al segundo día de tomar posesión de su cargo los llantos de mi hijo disminuyeron, el tercer día casi desaparecieron y, a día de hoy, sigue llorando de vez en cuando, pero son períodos cortos y una o dos veces al día. No sólo eso, el niño empieza a participar en clase e, incluso, con alguna maestra especialista que también lloraba, ha remitido en su conducta.
Hasta aquí los hechos como padre.
Como docente, ¿qué puedo decir? Uno se olía el percal. Uno reconoce que en el mundo de la educación hay profesionales maravillosos, junto a los que es un placer y un orgullo trabajar, otro, imagino que como yo, hacemos todo lo que podemos y somos del montón y, por último, otros que podrían estar criando cabras, con todos mis respetos para los cabreros, y su labor no sería muy diferente.
Uno de los cánceres de la educación es la falta de autocrítica individual. Este aspecto conlleva que los problemas de los niños son eso, problemas de los niños, no circunstancias que desde el sistema educativo los docentes debemos, en la medida de lo posible, paliar. Tras bastantes años en este mundo, he ido creando una costra, me gusta mi trabajo (este año estoy disfrutando especialmente de él), pero sé que ciertos aspectos ni puedo, ni debo intentar cambiarlos. El sistema está engrasado de esta manera. Las piezas de alta calidad y gran precisión conviven con otras de hojalata que entorpecen, cuando no estropean directamente, el funcionamiento del sistema. Prefiero luchar por plasmar mis ideas, mi forma de entender la educación, buscando el apoyo de aquellos que tienen una forma similar, que no siempre idéntica, de enterderla y, pensando siempre, que me pagan para que mis alumnos sean mejores, aspecto éste que guía mi actuación.
Como padre, volviendo al tema, no voy a ocultar que espero que la nueva seño, esté mucho tiempo en su nuevo puesto, por el bien de mi hijo.
Como profesional espero que la nueva seño siga mucho tiempo en su nuevo tiempo, por el bien de los alumnos.
Sé que esta entrada puede generar el viernes, cuando llegue a trabajar, una recomendación de una gran amiga, seguidora de este blog. No me importa, por que sé que lo va a hacer de corazón. Pero mi corazón y mi mente, necesitaban contar algo tan transcendental para mi como ésto.

Adjunto, aprovechando que estamos con el tema de la educación, un enlace donde aparece una reflexión demoledodera de Iñaki Gabilondo, sobre el papel de los padres en la misma.
http://www.youtube.com/watch?v=EXqe_m1nJcs

Un saludo.

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